ColumnasVenezuela

El Parlamento y los cadáveres

(A 175 años del “Asesinato del Congreso”)

El expediente postindependentista venezolano, como se puede suponer, fue desolador. Una cruenta guerra de décadas, en la que fue sacrificado no solo el pueblo guerrero, sino las élites adineradas, dice mucho. Para 1830 Venezuela se debatía en un gran escollo: ¿Qué hacer después de tres siglos de dominación española y con una corta sujeción al ensayo grancolombiano? El panorama era poco alentador y en ese momento de grandes definiciones surgían antiguos y nuevos liderazgos que querían hacerse con la conducción de Estado que recién se estrenaba.
Si una década atrás el mayor reto era la posibilidad de funcionar como un todo, bajo el manto de una megarepública integrada por el Virreinato de la Nueva Granada, la Capitanía General de Venezuela y la Real Audiencia de Quito, como legalmente se instituía la República de Colombia en 1819 y se ratificaba con la Constitución de Cúcuta dos años después; el mayor desafío ahora residía en la institucionalidad estatal venezolana, esfuerzo que comenzaba enfrentando formas violentas y personalistas, todas consecuencias de los combates por nuestra Independencia.
En este contexto era muy común, entonces, la consolidación de minorías socialmente fuertes, deseosas de imponer su autoridad con un entramado de actores militares, intelectuales y propietarios; minorías que se sentían “elegidas” para regir un país que buscaba desesperadamente un modelo político y económico apropiado para sus intereses de clases; aludimos a las oligarquías.
En esa Venezuela era normal la lucha social hacia abajo, pero también hacia los lados: las oligarquías emergentes se enfrentaban a las otras antiguas oligarquías para echar mano a las propiedades y con la dirigencia del sistema político.
Sin embargo, como toda fracción con conciencia de clase, las oligarquías se unían para imponer su visión del mundo, siempre favorable a su patrimonio, a pesar de sus desencuentros. Lo estratégico era impedir a toda costa que los explotados se hicieran con el poder. En el caso venezolano, por lo menos fue así: una alianza efectiva que duró un poco más de una década después de la desaparición de la República de Colombia; alianza que se vendría abajo por la crisis del café comenzada la cuarta década del siglo XIX. De tal modo que los sectores dominantes -terratenientes y burguesía comercial- entraban en disputa debido a la debacle de los precios de productos agrícolas en los mercados internacionales. Hablamos de 1842.
Fue en este ambiente caldeado, que los decomisos de bienes y propiedades, respaldado en leyes que favorecían la usura, estaban a la orden del día. Los prestamistas arremetían contra los cosecheros, antiguos aliados de clase, generando una fisura entre los grupos económica y políticamente poderosos, hecho que rápidamente traería el reagrupamiento de sectores opositores, también políticamente influyentes. Todo esto sin olvidar la manera miserable en el que se encontraban los sectores bajos -los ya mencionados campesinos y esclavizados- que insurreccionaban estos territorios, mediante guerra de guerrillas, algunas con claridad ideológica más allá de la búsqueda, siempre legítima, del bocado de pan para acallar los estómagos de las grandes mayorías hambrientas.
Descontento general, malestar social, era el clima predominante en esa Venezuela descrita. Fue en este marco que surgieron liderazgos que abanderaron causas nobles con los métodos propios de esa una época. Figuras como Ezequiel Zamora, mejor conocido como “El general del pueblo soberano”, fue emblemático en este sentido. En este clima de frustración colectiva ya aludido, los liberales, enemigos de los ahora calificados “godos”, capitalizaban la simpatía y la preferencia de los más humildes y menesterosos.
Es así como emergía una fracción claramente antipaecista, liderada por un personaje claroscuro y muy debatido en la historiografía nacional, nos referimos al Partido Liberal de 1840, y al político Antonio Leocadio Guzmán.
Era José Antonio Páez el hombre fuerte de la política de la hora; influencia determinante que tiene sus antecedentes después de 1826 con la mentada Cosiata, movimiento nacido en Valencia, actual estado Carabobo, que quería erosionar el liderazgo del artífice de la unión colombiana, de Simón Bolívar.
No obstante, ya para las décadas de los cuarenta del siglo XIX, la figura Páez estaba entredicha. Atrás quedaba sus glorias, y una especie de aborrecimiento social era palpable, aspecto que indujo, en gran parte, a la oxigenación, al refrescamiento de su imagen. Debía el antiguo Centauro de los Llanos pasar entre bastidores a mover los hilos invisibles del poder, y de esta manera contrarrestar la efectiva campaña liberal que ridiculizaban su persona. Se acercaban las elecciones presidenciales y era urgente frenar la avanzada popular de Antonio Leocadio Guzmán. ¿Quién lo podía sustituir? ¿Cuál rostro lo podía representar? El elegido sería José Tadeo Monagas.
De esta manera se materializaba una especie de pacto entre los antiguos contrincantes: Páez garantizaría votos a Monagas y éste, a su vez, quedaría obligado a subordinarse al llanero mandamás. Todo parecía indicar que era página pasada los desencuentros entre José Antonio Páez y José Tadeo Monagas, desencuentros ocasionados por la disolución de la Colombia bolivariana, tres lustros atrás. También parecía olvidado el enfrentamiento de 1835, es decir, el de la conocida Revolución de las Reformas.
En este entramado de hechos se debe referir el 20 de enero de 1847, día en el cual era instalado el Congreso Nacional, en la sede ubicada en el antiguo Convento de San Francisco, hoy Palacio de las Academias, Caracas. 72 horas después, era designado el general José Tadeo Monagas presidente de la República, para el periodo 1847-1851.
Tomaba posesión José Tadeo Monagas el 1 de marzo de 1847, con el beneplácito José Antonio Páez y el partido “colorado”. Una muestra irrefutable de la sumisión de Monagas a Páez lo vemos en los nombres de su primer gabinete: Secretaría de Interior y Justicia, Ángel Quintero; Secretaría de Hacienda y Relaciones Exteriores, Miguel Herrera; y en la Secretaría de Guerra y Marina, el general José María Carreño; todas figuras fundamentales del paecismo.
Pero el asunto no era fácil para dos personalidades descollantes y autocráticas: Páez y Monagas. Al comenzar el período gubernamental, las Cámaras Legislativas quitaban atribuciones y autonomía al poder Ejecutivo, señal de una contrariedad que no terminaría bien.
 Sin embargo, esquivando en parte las prohibiciones del Parlamento paecista, José Tadeo Monagas, como ejemplo de su voluntad conciliadora, sustituía numerosas penas de muerte por penas de presidio, encontrándose entre los beneficiados Antonio Leocadio Guzmán, tenaz enemigo de José Antonio Páez, caudillo que indirectamente lo había condenado al castigo máximo. Pero como si fuera poco el hecho de contradecir la autoridad del viejo guerrero llanero, también Ezequiel Zamora era perdonado sin más. Así Antonio Leocadio Guzmán era desterrado a “perpetuidad”, y Ezequiel Zamora era destinado a la cárcel de Maracaibo.
Todavía, para poner el escenario más tenso, José Tadeo Monagas cambiaba el tren ejecutivo, y se dejaba rodear por los enemigos de Páez, el grupo liberal. Como se puede inferir, los paecistas interpretaron estas medidas como una vulgar traición. Estas graves disposiciones del oriental abrieron un distanciamiento insalvable entre los conservadores -integrantes del Consejo de Gobierno y del Congreso- con la administración de José Tadeo Monagas.
En suma, José Tadeo Monagas se enemistaba francamente con José Antonio Páez. Le tocaba al presidente Monagas -en un trance de represión por los paecistas y un bajón de los precios de los productos agrícolas- construir una correlación de fuerza que neutralizara la maquinaria que lo había llevado a la Primera Magistratura, maquinaria enquistada en el poder por casi dos décadas.
De tal modo que 1848 iniciaba con una coyuntura política decisiva. Ya el 23 de enero de 1848 la Cámara de Representantes estaba en sesión clandestina, en la que se determinaba la mudanza del Congreso a Puerto Cabello. Esta medida secreta contaba con 33 de los 44 votos presentes, para poder alcanzar el golpe certero que urdían. La intención aviesa del Congreso era enjuiciar al mismísimo José Tadeo Monagas por hechos violatorios a la Carta Magna. Se le incriminaba al Presidente de la República de haber ejercido facultades extraordinarias desconociendo la ley; de comandar la milicia sin la conformidad del Consejo de Gobierno; y de oficiar la Administración Pública fuera de la capital.
No obstante, el traslado del Congreso no se podía hacer sin la aprobación también de la Cámara Alta, en la que un senador liberal, partidario de Monagas, sostenía su derecho de palabra durante la reunión, probablemente con el plan de retardar la decisión. Así el traslado terminó siendo inviable.
Ahora tal desconocimiento del Presidente debía ser en Caracas. Para cuidar a la Cámara de Representantes se designaba al coronel Guillermo Smith como Jefe de la Guardia, quien congregaba dos centenas de hombres armados, lo cual sonaba las alarmas de las personas y transeúntes que veían movimientos suspicaces en las cercanías del Parlamento. El poder Ejecutivo, por su parte, ignoraba la disposición tomada por la Cámara de Representantes.
El hecho ocurriría el 24 de enero de 1848. Las crónicas cuentas que una muchedumbre se agolpó frente al Convento de San Francisco, sede del Congreso, en Caracas, como ya hemos dicho. Para ese instante el Secretario del Interior, el liberal Dr. Tomás José Sanabria, cortejado por un hijo de Monagas, exponía su informe anual a partir de las 2 de la tarde y al momento de abandonar el recinto le era negada su ausencia, “convidándolo” a quedarse, al igual que a otros de funcionarios del Gabinete. Dejaban así a Monagas inhabilitado: la Constitución Nacional instituía para entonces que el Presidente de la República no podía despachar instrucciones sino a través de sus secretarios.
Mientras esto ocurría adentro del edificio, afuera las informaciones -fidedignas y distorsionadas- iban y venían: el Secretario del Interior podía ser asesinado, se corría la voz. Por su parte en el Convento también se rumoraba de que la multitud rescataría al alto funcionario, al Dr. Tomás José Sanabria.
Eran más que rumores, empezaba efectivamente la trifulca. A comenzar el pugilato en la puerta principal del Parlamento, uno de los custodios accionaba su arma de fuego hiriendo mortalmente al capitán de milicias Miguel Riverol, y luego a un conocido sastre de nombre Juan Maldonado. Al rato las detonaciones venían de todos lados. El miedo reinaba.  Los parlamentarios, como es natural, escapaban por los balcones, por los tejados, por donde se pudiera.
En el barullo varios diputados se refugiaron en las legaciones diplomáticas y otros hasta abandonaron el país. Asimismo, el saldo era terrible, perecían por armas blancas los diputados Juan Vicente Salas, Juan García y Francisco García Argotte. Una lamentable muerte era la del diputado Santos Michelena, herido ese 24 de enero de 1848, falleciendo el 12 de marzo siguiente.
José Tadeo Monagas, informado del cuadro descrito, se acercó al Parlamento, y era recibido por la muchedumbre con aclamaciones; se dirigía el caudillo oriental a la legación inglesa, persuadiendo a algunos tribunos a regresar al Congreso.
Si bien hasta ahora algunos afirman que el asalto no fue maquinado por el presidente Monagas, él fue el gran ganador.
El 24 de enero de 1848 es una fecha que debe ser recordada. El llamado asalto Congreso entrañó no solo el amedrentamiento político de los parlamentarios, sino su defunción moral y hasta física. La entereza del Congreso se desvanecía ante el terror al nuevo dictador. Esa instancia, que por razones ya explicadas, pretendía desconocer a José Tadeo Monagas, se sometía al personalismo campante ahora en la silla presidencial.
Ver cómo el asalto al Congreso del 24 de enero 1848 resume el choque de intereses personalistas y oligárquicos de mediados de nuestro siglo XIX; y observar cómo el otrora Centauro.
T/ Alexander Torres Iriarte
Profesor y Magíster de Historia. Doctor en cultura y arte para América Latina y el Caribe. Docente universitario. Investigador, escritor, ensayista y conferencista. Varios libros publicados. Actualmente es presidente del Centro Nacional de Historia.

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