El Sur

Un nuevo baño de sangre sobre Colombia

-Aló, Ginebra, señora Bachelet.

-Sí, dígame.

-Dos masacres en la semana en Colombia, ¿se pronunciará?

-Estamos evaluando, allí hay fuertes instituciones, asómese a Netflix, mire Caracol, RCN, El Tiempo, la BBC, infórmese

-Listo convencido, ¡tenía apagada la tele!

El sol estaba puesto hacia la cuarentena y las casas de bahareque iban crujiendo en fila, separaditas, ordenadas, un enamorado se despertaba cantando, “que me falte el aire para respirar/ o que me falte el alma si la quiere Dios/ que me falte un año para envejecer/ pero que nunca me faltes tú mi amor…”, mientras alguna gruesa puerta de madera se batía. Los hombres con sombrero se despertaban con tinto para recoger el cacao y el tabaco.

Parecía un relato idílico, pero no, estaban en la cotidianidad de un país que los había sentenciado. Aquel enamorado que se preparaba para dedicar algún gol en la cancha de futbolito frente a la iglesia no sabía que la letra de aquel vallenato iba a quedarle pequeña a su pueblo, cuando a todos de repente les faltó el aire para respirar.

El Salado era un camino de agua hacia el Caribe colombiano, una tierra de aquellas eternas estampidas. Allí llegó el estruendo, las unidades del Ejército se ubicaban en sus coordenadas para impedir que hubiese auxilio. La horda de paramilitares descendía salvaje de sus camionetas, RCN y Caracol podían seguir imperturbables.

Unos 4.500 habitantes agrupados bajo aquel estado de sitio imponderable, de “fuertes instituciones”, en la Colombia de élites que se hacían llamar la “universidad”, mientras a Venezuela la llamaban “el cuartel”. Empezaron el juicio de sangre, en plena cancha del pueblo, 60 masacrados, decenas de torturados, mujeres abusadas, niños aterrorizados. No es la historia que nos cuentan cínicamente de los narcotraficantes épicos. El Salado había sido borrado. Sus habitantes huyendo por la línea del río. Aquellos desplazados que no preocupaban mucho en Naciones Unidas, aquel plan aplaudido por Washington.

Gobernaba Colombia aquel “paladín de las libertades” que llaman Andrés Pastrana. Ese mismo que firmó perfumadito el Plan Colombia para recibir bases militares y financiamiento para las matanzas. Aquel que dicen aparece en una lista de viajeros a la isla de los abusos contra mujeres del fallecido magnate Epstein. Era el 18 de febrero del año 2000 y Colombia era una estampida.

Millones de colombianos fugaces, tenues, que se iban haciendo invisibles mientras huían. Millones de colombianos en Ciudad Guayana, en Madrid, en Maracaibo, o escondidos en la propia Bogotá.

El terror orquestado por aquella gente de finos modales, que cuando no los tenía innatos hacían breves cursos de gabardinas, lino y vino para ostentar un país de mentiras, de muerte. Los mismos que luego se negaron a concretar la paz, su modo de acumulación de riquezas sustentado en la matanza, en El Salado, en El Aro, en la aniquilación del que desafiaba.

Colombia, la “universidad neogranadina”, llegó al siglo XXI en guerra civil, el único país de Suramérica en tales circunstancias. Llegó a la nueva centuria con los pasos de los fusiles, con la sangre por todas partes. Pero también como una estruendosa discoteca, como una guerra de minitecas al son del Plan Colombia.

Muchos recuerdan en América Latina cómo la dictadura de Videla inauguró el Mundial de Fútbol de Argentina 1978, mientras que en centros clandestinos desaparecían y torturaban escondidos tras la lluvia de papelillos. En Colombia hubo un perenne mundial, con perennes y múltiples Videlas. Pero había llegado al marketing presuntamente cultural que hasta ahora avasalla en la región.

Reinas de la música pop, telenovelas que desplazaban del mapa de la televisión a las culebras venezolanas, mexicanas y argentinas, mucho reguetón famoso, aquella consigna de que “El peligro es que te quieras quedar”, una imagen de seguridad personal a toda prueba y una “nueva normalidad” mediática.

Una paz tiroteada

En 2016 los anhelos de paz para Colombia tuvieron un destello. El Gobierno de Juan Manuel Santos firmó con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) un histórico acuerdo, que contenía compromisos para intentar reducir los niveles de exclusión social sobre todo en el ámbito rural. También otorgaba, en teoría, garantías para la reconciliación, la verdad y la reinserción de los combatientes guerrilleros en la vida política del país.

Todo fue saboteado. Santos se envolvió con las sombras que siempre lo han acompañado en su vida política. El uribismo bombardeó cada punto del acuerdo de paz, mientras el Gobierno colombiano miraba para otra parte, como si no tuviera nada que ver.

Organizaron un plebiscito a la medida de los señores de la guerra, y por primera vez un país votó a favor de continuar la guerra. Allí quedaron las élites, en una jugada de dudosa posición adelantada, y no sabían si escoger el camino que podían construir para preservar sus privilegios en un contexto menos sangriento o continuar con la muerte como su paradigma fundamental.

Desde entonces ocurre una masacre pero a cuentagotas, mientras la televisión internacional despliega el mito de Pablo Escobar Gaviria como “encantadores” tiempos de la única violencia que hubo alguna vez en Colombia. El cuento de hadas que difunde la hegemonía pop contemporánea para denominar a la “seguridad democrática” instaurada por Uribe Vélez.

Desde 2016 hasta la fecha han sido asesinados 224 excombatientes de las FARC, además cuatro comunidades, donde los guerrilleros avanzaban hacia su reincorporación social y económica, fueron desplazadas forzosamente por los mismos de cuando Pastrana, por los mismos de cuándo Uribe: los paramilitares, que presuntamente se habían desmovilizado voluntariamente.

No hay actividad armada de las FARC, que se convirtió en partido político, la actuación del Ejército de Liberación Nacional (ELN) es de baja intensidad, pero en Colombia la derecha continúa asesinando líderes sociales, campesinos, estudiantes e indígenas. ¿A quién los vinculan ahora? Si ya el fantasma de la subversión armada fue prácticamente borrado.

Según el Instituto de Defensa de la Paz (Indepaz) de Colombia, en esa nación durante 2020 han sido asesinados 185 líderes y activistas sociales, ocho familiares de estos y 36 firmantes de los acuerdos de paz. Los asesinatos se han registrado en prácticamente toda la geografía colombiana, especialmente en el suroccidente, donde se ha asentado el imperio de las mafias del narcotráfico, que siguen siendo los principales exportadores de cocaína hacia Estados Unidos.

Pero también ocurren asesinatos frecuentes en la costa del Pacífico en los departamentos limítrofes con Panamá y en los departamentos que tienen frontera con los estados venezolanos Zulia y Táchira.

Volvieron las masacres

El goteo de asesinatos que persistió durante el Gobierno de Santos se incrementó cada día durante el ejercicio de funciones presidenciales del señor Iván Duque, un alumno de Uribe un poco escaso de capacidad política, pero igual de efectivo para permitir que volvieran los tiempos de las masacres que durante esta semana estremecieron a Colombia y América Latina.

Curiosamente, las nuevas matanzas no originan escándalos mediáticos. De nuevo involucran a activistas y no activistas, a niños asesinados, a niñas violadas, a inocentes que ni siquiera se relacionan con ningún tipo de actividad política. Indígenas, afrodescendientes.

Las dos más recientes masacres ocurren además a pocas horas de que sobre Uribe Vélez pesara una sentencia de casa por cárcel. Es como si fuera una venganza, es como si quisieran revivir la masacre de El Salado que describíamos al inicio de este texto, para que a nadie le quepa dudas en Colombia de que el poder de Uribe y las élites asociadas a él son “intocables”.

En el departamento de Nariño, en la localidad de Samaniego, un grupo de “desconocidos” disparó indiscriminadamente contra un grupo de muchachos, asesinaron a nueve, eran universitarios que habían regresado a su pueblo por la pandemia.

La pasada semana habían asesinado en las inmediaciones de la ciudad de Cali a cinco adolescentes de entre 14 y 15 años. Sus cuerpos dejaban notar marcas de tortura.

La Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos tuiteaba el domingo como en un espasmo que no ha pasado nada, que en lo que va de 2020 han “documentado 33 masacres y restan siete por documentar. También, damos seguimiento a 97 asesinatos de personas defensoras de derechos humanos, de los cuales a la fecha hemos documentado 45”.

Ah, pero la situación que sufre el pueblo colombiano no aparece ni en sus propios medios ni en la gran prensa occidental. Son a veces hasta anecdóticos, nunca implican cuestionamientos al sistema de gobierno y el ejercicio del terrorismo de Estado como política permanente.

Mucho menos la Unión Europa opina sobre lo ilegítimo que puede ser un gobierno que permite que ocurran tales barbaridades. No mencionemos qué piensa la Casa Blanca, que está ocupada en usar a los mismos cómplices de las masacres para propiciar una invasión contra Venezuela.

En tanto, la oligarquía colombiana continúa en su profético discurso del cinismo. El 20 de febrero del año 2000, el entonces presidente Pastrana, el que mandaba durante la espeluznante masacre de El Salado, escribió en un artículo difundido por el diario español El País: “Otro punto vital del Plan Colombia es la lucha contra las drogas ilícitas. En Colombia, el narcotráfico sigue creciendo como fuerza desestabilizadora”.

Siete bases militares estadounidenses han pasado y Colombia exporta más cocaína que nunca.

“Hoy, en el umbral del siglo XXI, mi país enfrenta el reto de asumir consistentemente las responsabilidades centrales del Estado, recuperar la confianza de los ciudadanos y, por encima de todo, restablecer las normas básicas de la convivencia social”, escribía Pastrana.

Veinte años después, y de por medio miles de millones de dólares gastados en armamento militar para enriquecer a la industria militar estadounidense, nada ha servido. No hay confianza, no hay normas básicas de convivencia. En Colombia todo sigue a las órdenes de los fusiles… Tanto cuento de que “Caracas era un cuartel y Bogotá una universidad”. Patrañas.

T/ Chevige González Marcó/ Correo del Orinoco

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