Columnas

Tratado de Coche o cuando las élites deciden

Alexander Torres Iriarte

La república venezolana surgida de la desmembración colombiana fue diseño exclusivo de la oligarquía. Ese bloque poderoso, nunca uniforme, detentaban el poder a favor de sus intereses de clase. Así para 1830 reinaban en el país los propietarios que habían burlado las demandas de campesinos, esclavos y trabajadores domésticos que dieron su vida por quitarse de encima la corona española. Leyes censitarias -para minorías alfabetizadas y pudientes- eran sus herramientas primordiales de dominación. Tres décadas signadas de guerras civiles y de un liberalismo de parapeto como ideología oficial, marcó una crisis determinante que desembocó en un conflicto armado de cinco años conocido como la Guerra Federal, entre 1859 y 1863. Hablamos de un país de disminuidas importaciones, de menguados ingresos al fisco, de estancamiento de la agricultura, de profunda pobreza y analfabetismo galopante, todo un caldo de cultivo para el caudillismo telúrico.

Ya José Antonio Páez, antes líder de la Independencia, había sido Presidente de Venezuela en varias ocasiones. Como mandamás de turno regía los destinos de la nación. José María Vargas, Carlos Soublette y Andrés Narvarte, eran piezas básicas de su poder. Páez lideraba el Partido Conservador, fracción que tenía como propósito mantener intacta las condiciones socioeconómicas de la colonia. Los usureros, prestamistas, monopolistas del comercio exterior, la burocracia civil, los caudillos militares, los grandes latifundistas eran partidarios de Páez. Fue en este marco de lucha política y convulsión social que surgió el Partido Liberal en 1840, encabezado por Antonio Leocadio Guzmán, con el periódico El Venezolano y su lema: “Más quiero una libertad peligrosa que una esclavitud tranquila”. Los dueños de hacienda sin dinero, terratenientes arruinados, caudillos y militares marginados del gobierno, intelectuales y políticos conservadores resentidos y jóvenes con ideas liberales, se plegaron a un Antonio Leocadio Guzmán demagogo que cobraba cada día más aceptación pública.

Para 1846, año electoral, aumentaba el favoritismo de los liberales y comenzaba la represión de Carlos Soublette sobre todo en Caracas, San Juan de los Morros y Maracay. Antonio Leocadio Guzmán era apresado por el gobierno conservador y condenado a muerte. Por esos días los estallidos campesinos fueron un hecho y las figuras de Ezequiel Zamora, y Francisco “el Indio” Rangel empezaban a ser afamadas. Páez impuso la candidatura de José Tadeo Monagas, triunfador de las elecciones de ese año. Aun así, por los sinsabores de la política, durante el gobierno de José Tadeo Monagas terminó el predominio de los conservadores y llegaron al poder los liberales a conveniencia del caudillo oriental. Con la Constitución Nacional de 1857 se planteó la reelección presidencial de los Monagas -después de una década de dominio- lo que aceleró la caída de su régimen.

El objetivo ahora era vencer al nepotismo oriental que alcanzaba en la segunda presidencia de José Tadeo Monagas grado sumo. Su estilo autoritario forzó a enemigos antes irreconciliables a cerrar fila para despojarlo del poder. En este cuadro explotaba en Valencia, el 5 de marzo de 1858, una insurrección liberal-conservadora encabezada por Julián Castro que consiguió su propósito. En la Revolución de Marzo de 1858 estuvo el hito fundamental que abrió las puertas a la Guerra Federal. Bajo el liderazgo de Julián Castro el grupo conjurado empeñaba su palabra de liberar a los explotados siempre y cuando éstos abrazaran la causa insurrecta. Las deudas que tuvieran trabajadores, sirvientes y campesinos con sus patronos, serían honradas por el mismísimo Estado al lograr la victoria revolucionaria. Pero, una vez solidificado el nuevo gobierno de Julián Castro, las ventajas de los conservadores con un proceder revanchista contra la crítica liberal, encendió nuevamente el conflicto.

La expulsión del país de Juan Crisóstomo Falcón, Ezequiel Zamora, Antonio Leocadio Guzmán y otros prometedores líderes del federalismo fue un acelerante del problema. También los alzamientos campesinos en los valles de Aragua, en la sierra de Carabobo y en los llanos de Portuguesa bajo la conducción de hermanos de armas del recién bautizado “General del Pueblo Soberano”; fueron antecedentes directos de la conflagración.

Si bien el vendaval revolucionario cobraba terreno, el débil gobierno de Julián Castro estaba incapacitado de neutralizar el descontento general, y menos el de sus cercanos aliados. Ya la ruptura era un hecho. El chismorreo de un imprevisto retorno de la esclavitud agobiaba el ánimo de las mayorías. Simultáneamente, en Valencia, una Convención Nacional aspiraba delinear un programa político inspirado en el pliego de peticiones expuestas en la Revolución de Marzo de 1858. La nueva Carta Magna sancionada el 31 de diciembre de 1858 pretendía cerrar las grietas evidentes entre liberales y conservadores.

Los principios del sufragio general masculino, la abolición de la esclavitud y la fórmula centrofederal, no funcionaron como muro de contención ante el descontento popular. La patria era un polvorín. Desde el exilio, en las cercanas islas de Curazao y Saint Thomas, las cabezas visibles del federalismo emergente preparaban sus pertrechos y ordenaban sus principios doctrinarios para invadir a Venezuela. Se desataba la ira de una especie de todos contra todos.

Sangrientos encuentros en varias partes de la geografía nacional, fundamentalmente en Barinas, Portuguesa, Cojedes, Apure, Miranda y Guárico, marcó un quinquenio de vastas repercusiones materiales en el país. Desde la consiga “Tierra y hombres libres” se amparó el ambiguo discurso de los federales, que mostró en la acción las diversas maneras de interpretar esta máxima: una cosa es lo que pensaba el pueblo llano y otra su élite dirigente. La necesidad de reformas sociales, la justa distribución de las tierras, la división del poder de Caracas y el robustecimiento de las autoridades locales en cada una de las provincias fueron los pedimentos más sonoros. La Guerra Federal se definió como una guerra de guerrillas que prendían en el interior del país, destacándose dos batallas trascendentes: la de Santa Inés y la del Coplé. Bien fuera por una bala de un francotirador enemigo o por un disparo desde sus propias filas federales, el asesinato del líder de la Guerra Federal, Ezequiel Zamora, cambió el curso de los acontecimientos históricos.

No obstante, pese a la sangre derramada en cinco años, las cabezas de los bandos, conservadores y liberal-federales, analizaban en frío los eventos. En pleno conflicto la situación del gobierno constitucional era caótica. El partido conservador sufría un divisionismo demoledor. Manuel Felipe de Tovar, Pedro Gual, Ángel Quintero y Pedro José Rojas, halaban para los cuatros puntos cardinales minimizando el poder del paecismo. Además, sin arcas para los sostenimientos mínimos de una burocracia estatal o para la estructuración de un ejército potente el panorama era nada alentador. La desmoralización de los seguidores de la causa paecista aminorados por sus desaciertos en el campo de batalla y el desgate del líder más importante, anunciaba el inaplazable triunfo de las fuerzas de la Federación, realidad que obligaba a los conservadores a la negociación. En contrapeso, la moción federal gozaba de mayor ímpetu y credibilidad. Las deserciones de numerosos contingentes de “godos” descontentos por el accionar de sus anteriores jefes, aumentaba las tropas “revolucionarias”. Esto aunado al liderazgo pujante de Juan Crisóstomo Falcón, José Tadeo Monagas, José Eusebio Acosta, Juan Antonio Sotillo, León Colina, Jorge Sutherland, Francisco Linares Alcántara y Antonio Guzmán Blanco, que evidenciaba más solidez de la bandera federal en numerosas zonas del país.

Luego de un lustro feroz era inminente un encuentro armado definitivo sonriente para la opción antipaecista. Sin embargo, el camino tomó hacia un pacto a puerta cerrada entre los líderes conservadores y federales.

En este contexto se firmó el Tratado de Coche -en la Hacienda del mismo nombre, ubicada en las inmediaciones de Caracas- que instauró el cierre formal de la Guerra Federal. El Tratado de Coche fue rubricado el 23 de abril de 1863 por Pedro José Rojas, secretario general del jefe supremo de la República (ficha de Páez) y Antonio Guzmán Blanco, secretario general del presidente provisional de la Federación (ficha de Falcón), respectivamente.

Las condiciones del Tratado de Coche rezaban textualmente que el ejército federal reconoce el gobierno del jefe supremo de la República y de su sustituto; asimismo, afirmaba que una Asamblea Nacional se reunirá en Caracas dentro de treinta días después de canjeada la aprobación de este convenio. Puntualizaba que por cada provincia se elegirán cuatro diputados, acordando que la mitad de los mismos por cada provincia, y de sus suplentes, será elegido por el Gobierno, y la otra mitad por el señor general Juan Crisóstomo Falcón en representación de los federales. Asimismo, apuntaba que en el momento de instalarse la Asamblea Nacional, cesará el gobierno José Antonio Páez que el nuevo cuerpo constituirá en seguida un nuevo gobierno de la manera que lo estime conveniente, sin restricción alguna sobre los ramos de la administración pública. También estipulaba que el Gobierno nombrará al señor general Juan Crisóstomo Falcón General en Jefe del Ejército de la República, y al señor general Facundo Camero, segundo Jefe del mismo respetando los mandos militares hasta que la Asamblea Nacional resuelva lo que crea más acertado. Cerraba el Tratado de Coche diciendo que “por una y otra parte se librarán órdenes inmediatamente a todos los puntos de la República para que cese toda hostilidad”.

Las consecuencias del Tratado de Coche fueron muchas y de dimensiones diferentes. Lo más obvio fue el triunfo de los liberales y el arribo del Partido Liberal al poder. Desapareció la Oligarquía Conservadora y se cerró el ciclo hegemónico de José Antonio Páez.

La aprobación de la Constitución Federal de 1864, en la que se instauró la Federación y la división del país en Estados, -larga tradición político-administrativa que todavía nos persigue- fue un resultado de peso. La abolición de la pena de muerte, la disminución del ejército del gobierno central y la prohibición de los reclutamientos, fueron también medidas importantes.

En Venezuela se repotenció el caudillismo. Nuevas élites políticas y militares se hacían de poderes regionales y de grandes extensiones de tierras y trabajadores. Con actividades agropecuarias postradas y con una demografía golpeada por la alta mortandad se profundizaron los problemas económicos, de tal manera que la nación se endeudó, haciendo más calamitosa la situación del país después del Tratado de Coche de 1863.
Como decía con sarcasmo, pero con seriedad, el historiador venezolano Ramón Díaz Sánchez, que en Tratado de Coche de del 23 de abril de 1863 Rojas y Guzmán Blanco “terminaron siendo buenos amigos porque a ninguno de los dos le interesaba más que las finanzas, porque es lo que sobrevive al estado de cosas que se derrumban. Existe en poder del Baring Brother -banqueros ingleses- 130 mil pesos del empréstito anterior y venía otro de Matheson y Co de Londres”.

Así se resolvía entre cuatro paredes este hecho trascendental de la historia venezolana: la Guerra Federal.

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba