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Chile 73 recuerda que EEUU aborta “como sea” los modelos alternativos (+Clodovaldo)

Con medio siglo de recorrido, ya estamos frente a un acontecimiento que para buena parte de la población es historia antigua.

Chile 73: Se cumplen 50 años del golpe de Estado contra Salvador Allende, que sacó de cuajo la experiencia socialista chilena, gestada con votos y aplastada con la peor de las violencias, en nombre de la democracia y la libertad.

Muchos estaban demasiado pequeños y otros tantos no habían nacido. Incluso, ni sus padres estaban aún en este mundo, así que se trata de hechos completamente nebulosos. Por eso es importante reconstruir lo ocurrido y estudiar lo que ese y otros episodios sombríos de nuestra historia contemporánea latinoamericana nos enseñaron, al precio de muchas vidas perdidas o rotas.

Y la primera reflexión que puede extraerse de lo ocurrido entonces -con plena vigencia en la actualidad – es que el capitalismo hegemónico, dirigido por Estados Unidos y respaldado por las oligarquías y burguesías locales, nunca juega limpio. Solo acepta los resultados electorales de las democracias que tutela cuando los ganadores se comprometen a no alterar el statu quo.

En Chile, un noble demócrata como Allende insistió e insistió en la ruta del sufragio hasta que lo logró, en 1970. No llegó al poder por la vía de una revolución armada, el pecado original por el que el imperialismo condenó desde un principio a Cuba.

Lo hizo con el apoyo del electorado y bajo las reglas de la democracia burguesa. Pero desde el momento en que quiso desplegar su propuesta gubernamental, la que había sido respaldada por el voto mayoritario de los chilenos, Washington y los ricachones del país austral decidieron que poco importaba cómo había arribado ese presidente al poder: había que sacarlo.

No es que derrocar gobiernos democráticamente electos haya sido un invento de Estados Unidos ese año. En América Latina ya lo habían hecho varias veces. En 1954, en un clásico golpe de Estado made in USA, expulsaron de su cargo legítimo a Jacobo Árbenz, en Guatemala.

La justificación fue que “era comunista” y estaba afectando los intereses de la empresa estadounidense United Fruit Company, ícono de la explotación de las llamadas “repúblicas bananeras”.

En 1963, en República Dominicana, fue derrocado Juan Bosch, apenas siete meses después de haber sido electo democráticamente. Se argumentó que quería convertir a su país en “otra Cuba” (¿les suena?), y, además, no le caía bien a la jerarquía eclesiástica.

En 1965, cuando un grupo de militares nacionalistas, al mando de Francisco Caamaño, pretendió restaurar a Bosch en el poder, Estados Unidos invadió a Quisqueya con 42 mil soldados.

En 1964, el zarpazo imperialista a un presidente democráticamente electo fue contra Joao Goulart, demasiado izquierdista como para que Estados Unidos le permitiera gobernar en el país más grande e industrializado de su patio trasero. La dictadura militar brasileña estuvo al mando hasta 1985 y cometió toda clase de delitos de lesa humanidad y violaciones a los derechos humanos.

Junto con todos esos antecedentes, Chile 73 fue una desgracia para toda América Latina y, en buena medida, para el resto del mundo. Dejó claro, de un modo particularmente feroz, que en el contexto de las democracias liberales no estaba permitido elegir a un gobernante socialista. Eso causó dos fenómenos devastadores para las fuerzas progresistas.

Por un lado, el desconsuelo, el desengaño absoluto, la desesperanza de todos aquellos que habían abrigado el proyecto de llegar al poder con la fuerza de los votos. Muchos movimientos y liderazgos se desdibujaron, trataron de hacerse más digeribles, más tolerables, y terminaron siendo meros remedos de la izquierda, partidos socialdemócratas que nunca lograron diferenciarse de las organizaciones conservadoras.

En Venezuela, partidos como el Movimiento al Socialismo (liderados por exguerrilleros) experimentaron esa deformación y pasaron a ser comparsas del sistema bipartidista de la derecha.

El efecto de “sobremoderación” también ha afectado a dirigentes de izquierda que han ganado elecciones y, ya en el gobierno, se comportan como si fueran de la más pura y rancia de las derechas, para evitarse un final como el del mártir Allende. Hay muchos ejemplos, pero quizá el mejor sea justamente el personaje que despacha actualmente en La Moneda.

La otra consecuencia fue en sentido opuesto. Algunos grupos de izquierda vieron lo que le ocurrió a la Unidad Popular en Chile y llegaron a la conclusión de que la electoral era una vía negada, traicionada por las fuerzas reaccionarias, así que resultaba pertinente ir (o volver) al escenario violento. En Venezuela esto ocurrió con movimientos pequeños, pero en Colombia incidió decisivamente en el escalamiento de la lucha armada.

[Un inciso: Apenas el año pasado llegó al poder en Colombia, por vía electoral, un presidente de izquierda, que alguna vez participó en la lucha guerrillera. Y, a pesar de que no ha desarrollado un programa de gobierno revolucionario, no está libre de las asechanzas que causaron el colapso del experimento socialista de Chile y la muerte de Allende].

El Plan Cóndor y sus secuelas

Mientras tanto, en el lado de las fuerzas conservadoras de cada uno de los países, el «ejemplo» chileno fue una especie de carta blanca para desatar la persecución de cualquier izquierda, incluso de las más moderadas y hasta de esos grupos que pretendieron descafeinarse para ser admitidos en el juego político.

En el resto del Cono Sur, la represión anticomunista y de toda forma de organización popular alcanzó niveles extranacionales. Siempre con la “asesoría” estadounidense se forjó el Plan Cóndor, mediante el cual las dictaduras militares intercambiaron información de inteligencia y persiguieron a dirigentes políticos y sociales más allá de sus fronteras.

Aunque Uruguay se había anticipado a la fiebre gorilesca (el autogolpe de Juan María Bordaberry había ocurrido el 27 de junio del mismo año 73); y más a pesar todavía de que en Brasil se vivía en dictadura desde nueve años antes, fue la brutal acción de Pinochet la que dio impulso a esta escalada de represión en todo el continente.

Incluso en países, como Venezuela, que se encontraba en una de las etapas más estables de la democracia puntofijista (derrotada ya la lucha guerrillera, pacificados sus principales líderes, consolidada la alternabilidad AD-Copei), el influjo del anticomunismo chileno animó la política represiva de los gobiernos venezolanos. Fue el tiempo de criminales episodios, como el asesinato de Jorge Rodríguez padre y del uso de la tortura como recurso habitual de los cuerpos de seguridad tanto civiles como militares.

[Incluso, la democrática Venezuela se perfiló como exportadora de represores y esbirros hacia Centroamérica. Pero ese es un tema aparte].

Génesis neoliberal

Aparte de extirpar el socialismo de Chile, el golpe de Estado contra Allende fue el punto de partida para las primeras experiencias de los programas económicos neoliberales.

Una absoluta falta de libertades políticas, con la actitud cómplice de la llamada comunidad internacional, fue el caldo de cultivo perfecto para implantar los eufemísticos ajustes macroeconómicos, que eran (y siguen siendo) una regresión en los derechos sociales, una transferencia brutal del ingreso nacional hacia los más ricos y las transnacionales, en detrimento de las masas de trabajadores empobrecidos.

Aplicar las recetas de Milton Friedman y sus Chicago Boys sin dar lugar a oleadas de protestas sociales y a la consecuente inestabilidad política del gobierno a cargo fue posible por la implacable dictadura de Augusto Pinochet.

Tanto peso tuvo el factor represivo en la viabilidad de los planes neoliberales que muchos llegaron a la convicción de que sin autoritarismo político no eran posibles esas reformas tan antipopulares. A finales de la década de los 80, el líder socialdemócrata venezolano Carlos Andrés Pérez se ufanaba de que él sería el único político latinoamericano capaz de aplicar un paquetazo fondomonetarista sin ser derrocado y sin reprimir al pueblo.

Tristemente, a los 25 días de su juramentación, el 27 de febrero de 1989, la realidad lo sentó de nalgas, y en el penúltimo año de su período vivió dos insurrecciones militares que no lograron deponerlo de inmediato, pero sí posteriormente, mediante una jugada política de sus propios compañeros, en un intento por salvar el sistema político, ya herido de gravedad.

Después de la experiencia autoritaria chilena y de la rebelión popular venezolana, los paquetes se han seguido aplicando a sangre y fuego, sea por gobiernos dictatoriales o por democracias. El aparato mediático que apoya la doctrina neoliberal siempre resalta los logros macroeconómicos de Chile, mientras oculta, disfraza o legitima los tremendos desafueros que hicieron posible su aplicación.

De los momios a los escuálidos

Otro aspecto que merece reflexión a 50 años del golpe de Estado contra Allende es el relativo al peso de las clases medias en estas rebeliones de derecha, que desembocan en contrarrevoluciones.

El caso chileno fue de manual, pues se exacerbó el temor ancestral de la pequeña burguesía (real o aspiracional) a perder los que considera sus privilegios y a ser víctima del ascenso social de los sectores excluidos.

En las manifestaciones contra el gobierno de Allende desempeñaron un papel importante los llamados “momios”, personas de mentalidad conservadora en las que germinó frondosamente el anticomunismo de aquellos tiempos.

Esos segmentos, también caracterizados por un profundo endorracismo, fueron un sostén importante de la dictadura en el campo de la opinión pública y aún hoy continúan siendo el lecho rocoso de la ultraderecha que ha llevado al poder a personajes como Sebastián Piñera y ha logrado abortar la reforma constitucional, apoyándose –claro está- en las tibiezas de una izquierda tan light que parece derecha.

En Venezuela, desde los primeros años de Chávez y hasta el sol de hoy, la oposición ha tenido como uno de sus portaestandartes a la clase media (y a quienes se ven a sí mismos como parte de ese estrato social, aunque no lo sean), también con un marcado acento racista y de abominación de lo popular.

La diferencia es que acá no se les ha llamado momios, sino escuálidos, pero el rol social es más o menos el mismo: ser portadores de un odio irracional hacia sus compatriotas más pobres, lo que ha llevado incluso a episodios criminales, como el degollamiento de motorizados en las guarimbas de 2014 y la quema de personas presuntamente chavistas (por su aspecto) en las de 2017.

El ataque a la economía

El imperialismo y sus secuaces saben que para derrocar a un gobierno que tiene respaldo popular no basta con tener apoyo de las clases medias. Hay que procurar masa crítica para causar la eclosión y esto implica comprometer a sectores mayoritarios. El descontento popular pasa a ser una clave.

En la estrategia del golpe contra Allende se aplicó al pie de la letra el recurso de la guerra económica, un ataque despiadado (en buena medida autoinfligido por los capitalistas locales) contra el aparato productivo nacional con la finalidad de causar un malestar insoportable en la población.

Ese disgusto había de ser la justificación del derrocamiento de un presidente electo democráticamente. Se ensayó, con gran “éxito” la utilización del empresariado nacional y de las compañías transnacionales como elementos de guerra.

Entre las corporaciones extranjeras que participaron abiertamente (otras lo hicieron en forma solapada) destacó la estadounidense ITT, de la rama de las telecomunicaciones, propietaria de 70% de la Compañía de Teléfonos de Chile y gran financista del diario derechista El Mercurio, que fungió como cabeza mediática del golpe de Estado.

[La ITT había sido aliada de Hitler y de Franco, así que con la derecha y los gorilas chilenos estaba como pez en el agua. Pero ese es también otro tema].

En el frente interno, toda la oligarquía tradicional chilena y la burguesía emergente se cuadraron con el golpe y contribuyeron a la creación de la situación insoportable mediante boicots, huelgas patronales, acaparamiento de productos de primera necesidad, aumentos desmedidos de precios y otras argucias que en Venezuela no es necesario explicar porque han sido cosa de todos los días desde el paro empresarial y petrolero de 2002 y muy especialmente, a partir de 2013.

En Chile, el llamado Paro de los patrones, que comenzó en 1972, tuvo una de sus armas fundamentales en los sindicatos de camioneros, en cuya cúpula estaban sujetos de la ultraderecha paramilitar, agrupados en una organización denominada Patria y Libertad. Más de 50 mil vehículos de carga se paralizaron en un país en el que ese tipo de transporte es clave, dada su longitud de 4 mil 300 kilómetros.

Se desarrolló allí lo que la CIA llamó “resistencia civil de la burguesía” y “gremialismo patronal”, técnicas que, aunadas al odio cultivado día a día en los medios de comunicación (especialmente en los momios), derivaría en una gran turbulencia que hicieron pasar como alzamiento de masas.

Esas artimañas para hacer ver como “popular” un movimiento que es diametralmente contrario a los intereses colectivos han sido utilizadas repetidamente por el imperialismo estadounidense en todos los países que han tenido gobiernos con algún sentido social y acusados, por tanto, de ser comunistas. Con sus adaptaciones locales se les utilizó en las revoluciones de colores de los países exsoviéticos y en las algaradas de la Primavera Árabe.

En Venezuela, después de la muerte del comandante Hugo Chávez, la estratagema de la guerra económica ha alcanzado proporciones mayúsculas, con el agravante de que a partir de 2015 fue reforzada con las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo, que continúan en vigencia.

El mensaje, medio siglo después, sigue siendo el mismo: si usted llega al gobierno mediante elecciones, pero es socialista o pretende poner en práctica un programa que no tenga la aprobación de Estados Unidos y cause alguna desmejora (aunque sea leve) a los intereses de sus corporaciones, usted será derrocado, tal como lo fue Allende y como antes lo habían sido Árbenz, Bosch y Goulart; como lo fue Chávez (por algunas horas) y como han tratado de hacerlo con Nicolás Maduro.

En otras palabras, las elecciones libres en las que tanto insiste la élite estadounidense solo lo son si triunfa el que a ellos les gusta. De lo contrario, hay que borrar al ganador.

T/(Clodovaldo Hernández/LaIguana.TV/LRDS)

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