
Manías que tienen los seres que marcan la historia: nunca mueren o entretejen enigmas y hasta leyendas.
Eso ocurriría con Gabriel Siria Levario, nombre verdadero de Javier Solís, a partir del 19 de abril de 1966. Eran las 5 y 25 a.m, en la habitación 406 del Hospital Santa Elena de Ciudad de México y comenzaba todo. Se despedía “por un fallo cardíaco a consecuencia de un desequilibrio electrolítico producido por la colecistectomía”, según su acta de defunción.
Llevaba una semana hospitalizado. Se pensaba que había superado un viejo padecimiento, ignorado por sus compromisos artísticos.
Algunos llegarían asegurar que su fallecimiento se debía a un simple vaso de agua ingerido después de su delicada operación de vesícula: “Javier Solís murió sentado en la cama cuando una enfermera le decía que no comiera más hielo porque le iba a hacer mal. Fue un suspiro largo como él mismo lo manifestó al sentirlo y de inmediato se dejó caer en su lecho”, rezaba un testimonio de la época.
Digamos que este es el relato más conocido. Blanca Estela Sáinz, compañera de sus últimos tiempos, no creería a primeras esta versión. Daría a entender mala praxis médica, sospecha que se apoyaba en el hecho de que el cantante había tomado líquido días antes, además de un expediente clínico desaparecido misteriosamente.
Existe explicación diferente de su muerte: que su relación con Irma Serrano, La Tigresa, le causaría su trágico desenlace. Por la cercanía sentimental de actriz con un poderoso político mexicano El rey del Bolero ranchero hallaría su fin: una golpiza aceleraría su adiós. Poco creíble.
Una anécdota es que cuatro mujeres se identificarían como “su esposa” para hacer valer sus derechos sobre la fortuna del difunto. Enriqueta Valdés, Socorro González, Yolanda Mollinedo y la mencionada Blanca Estela Sáinz. Lo interesante es que todas estarían en lo cierto: actas de matrimonios vigentes ponían en evidencia las “ocurrencias” del intérprete de Tacubaya.
Otro dato llamativo es que muchos verían en la canción “Amigo organillero” del compositor Rafael Carrión, injustamente, el augurio su viaje sin retorno: “Quiero morir/no tengo ya aquel amor tan puro y santo/quiero seguir al más allá a la que quiero tanto/ en esta noche/ en que la muerte espero/sigue tocando/ amigo organillero”.
El sepelio de Solís sería muy concurrido. Comunicaba un diario del momento: “Desde temprana hora la multitud había tomado lugares estratégicos en el panteón, y cuando llegaron los restos del actor y cantante, todo fue desorden: bajo la gran cruz que marca la entrada al lote, era casi imposible la entrada del cortejo fúnebre; muchos se subieron a las bardas donde permanecieron por hora y media. Otras tumbas fueron maltratadas porque en ellas se subieron cientos de personas, los granaderos amenazaron a los revoltosos pero sin hacerles daño”.
El año anterior Javier Solís había filmado en territorio venezolano la película Más allá del Orinoco, también conocida como El hombre de la furia. Hablamos de una producción mexicana-venezolana en la que actuarían Dacia González, Fernando Soto “Mantequilla”, Cuco Sánchez e Ignacio Navarro, entre otros. En este film rodado en nuestro país y dirigido por Fernando Orozco, acompañarían al astro mexicano los artistas criollos Miguel Ángel Landa, Chelique Sarabia, Domingo del Castillo y Juan de los Santos Contreras, «El Carrao de Palmarito”.
Venezuela y el mundo lo llorarían.
T/Alexander Torres Iriarte