Columnas

ETERNA NOCHE SEPTEMBRINA

La estrofa de un macabro verso de Luis Vargas Tejada -joven liberal neogranadino, enemigo acérrimo del Libertador- sintetizaba muy bien el propósito de la conspiración del 25 de septiembre de 1828: “Si de Bolívar la letra con que empieza/ y aquélla con la que acaba le quitamos, /«oliva» de la paz símbolo hallamos. /Esto quiere decir que la cabeza/ al tirano y los pies cortar debemos/si es que una paz durable apetecemos”.

Alexander Torres Iriarte

El 17 de diciembre de 1819 nació Colombia con la liberación de Cundinamarca, Venezuela y Quito. Fue en el Congreso de Cúcuta de 1821 que el país tuvo una Carta Magna, ley de leyes que sólo se podía reformar diez años después, es decir, en 1831. Pero esta decisión dejaba por fuera al Perú́ como al Alto Perú́ (posterior Bolivia), que seguían bajo el dominio colonialista. Para 1825, ya concretada la Independencia total, la Constitución Nacional de la nueva Bolivia era redactada por Simón Bolívar, destacándose la figura de la Presidencia Vitalicia, hecho que incrementaba la antipatía de los enemigos del Libertador. Todo esto pasaba mientras que en Venezuela el poderío separatista de José Antonio Páez aumentaba y se daba un alzamiento militar en Lima, liderado por José Bustamante.

En 1828 los intentos separatistas, las conspiraciones y los complots hacen tambalear la integración. El nudo está, significativamente, en la estructura legal, razón por la cual Simón Bolívar convoca la Convención de Ocaña. La idea es reformar la Constitución de Cúcuta. Ya han corrido siete duros años de esa estratégica medida. El cuadro es nada fácil. Está a la orden del día la confrontación de dos grupos con posiciones irreconciliables; por un lado, están los centralistas bajo la influencia de Simón Bolívar, quienes son partidarios de la concentración del poder y de una mayor autoridad del gobierno; mientras que por el otro, están los federalistas seguidores de Francisco de Paula Santander, y que sueñan con que los departamentos tengan una marcada autonomía del gobierno central y así disminuir la autoridad del Libertador. Como es de suponerse la Convención de Ocaña no tuvo los resultados esperados, diputados leales a Simón Bolívar se retiraron al darse cuenta que eran minoría en un tinglado puesto astutamente por sus enemigos imposibles de neutralizar.

Una vez desintegrada la Convención de Ocaña, reunida en esta ciudad colombiana entre abril y de junio de 1828, el pueblo y las autoridades de Bogotá desconocieron las medidas tomadas en aquella asamblea y designaron a Simón Bolívar Supremo Dictador de Colombia. A Bogotá la siguieron otras ciudades en el respaldo popular al Libertador. En este marco, El hombre de las dificultades, por plebiscito, se proclamó el 27 de agosto del mismo año en ejercicio de la dictadura.

Es bueno aclarar un poco este punto. La dictadura se entiende como una forma de gobierno al margen la ley obtenido mediante una acción violenta. También es común definirla como un régimen en el cual el poder -sin divisiones de ningún tipo- se aglutina en torno a la figura de un solo individuo. A veces la confunden con tiranía. Sin embargo, hay otra modalidad que explica la dictadura a la manera de la antigua Roma: ante una emergencia o conflicto armado se le confiere a un ciudadano la potestad de tomar decisiones para establecer la paz pública, por un periodo máximo de 6 meses, sin desconocer la vigencia del ordenamiento jurídico. Es en este último sentido, que se debe evaluar el acto de fuerza de Bolívar a finales de la tercera década del siglo XIX, como una salida temporal y necesaria. Pese al poder concentrado en sus manos, El Libertador actuaba fiel a la ley. Asimismo, Bolívar ya había manifestado sinceramente que retendría el mando hasta el día en que el pueblo le mandara devolverlo y ofrecía convocar para dentro de un año la representación nacional.

Ese mismo día 27 de agosto de 1828, fue dado a conocer el Decreto Orgánico -reglamento del poder dictatorial- que serviría de estatuto constitucional hasta 1830. Así, Bolívar renovaba el Consejo de Estado y eliminaba la vicepresidencia de la República, que había estado bajo la administración de Francisco de Paula Santander.

Las causas de la conspiración del 25 de septiembre de 1828 estaban dadas fundamentalmente por la suspensión de la Constitución surgida del Congreso de Cúcuta, como ya dijimos, hecho que fue visto como ilegal y autoritario; y en particular por las pérdidas de prebendas de Francisco de Paula Santander. Además, los conspiradores creían que Bolívar cercenaría la crítica a su gestión, y derribaría todas las medidas liberales alcanzadas (eliminación del pago del diezmo a productos como el cacao y el café, cancelación de bajos aranceles y así como la eliminación del tributo indígena; el desconocimiento de la ley de manumisión de 1821 con la cual se decretaba la libertad de vientres para los esclavos, entre otros). Puras suposiciones, más producto de la mala propaganda antibolivariana que de la misma realidad.

En este contexto, un grupo furibundos santanderistas optó por la violencia. La duda venía ahora si matar al Libertador, como pensaba por ejemplo Pedro Carujo, o simplemente capturarlo y después de sentenciarlo aventarlo del país, como creía Emigdio Briceño. Eran las alternativas manejadas desesperadamente para buscar una salida de facto a un conflicto que no parecía tener solución.

Los conjurados era un grupo heterogéneo. Desde los estudiantes del Colegio San Bartolomé, integrantes de la sociedad literaria que funcionaba en la casa del escritor Luís Vargas Tejada; pasando por Wenceslao Zulaibar y Florentino González; destacando la presencia del comandante Pedro Carujo, militar venezolano; hasta llegar al ciudadano francés Agustín Horment.

Sobre todo los jóvenes estaban muy preocupados, pues el capitán Benedicto Triana, militar que les ayudaría a realizar este proyecto, había caído preso por causa de una imprudencia. Triana borracho había referido a otros militares un golpe contra Simón Bolívar y sus seguidores. Todos los miembros del complot se encontraban convencidos de que Benedicto Triana los delataría, si fuese sometido al suplicio. Observamos cómo el descuido de un ebrio hizo que se precipitarán los acontecimientos, pensados para el mes de octubre. El coronel Ramón Nonato Guerra, jefe del Estado Mayor Departamental, que era uno de los cómplices de la conjura, notificó a sus compañeros que él haría saber al Libertador que no había novedad, ni rumor alguno sobre supuesto golpe. Pero no era suficiente.

Hacia la medianoche lluviosa del 25 de septiembre de 1828 reventaba el movimiento. La ejecución del plan radicaba en dar un golpe de mano contra el Palacio de Gobierno, donde se hallaba Simón Bolívar. Aquí estaría Pedro Carujo, a la cabeza. Simultáneamente, asaltar el cuartel del Vargas, y poner en libertad al almirante José Prudencio Padilla. En Rudesindo Silva, Ezequiel Rojas y Luis Vargas Tejada, descansaba esta otra misión.

Conocedores los conspiradores del santo, seña y contraseña que les había proporcionado el coronel Ramón Nonato Guerra, sometieron a los centinelas, matando e hiriendo a algunos de ellos. No hubo disparos, sólo se usaron armas blancas en aquel momento.

Simón Bolívar y Manuela Sáenz se despertaron por el ladrido de los perros. En el Palacio de San Carlos había muy pocas personas: algunos centinelas, además de Andrés Ibarra, Thomas Moore, Fernando Bolívar, José Palacios y Guillermo Ferguson.

Las crónicas y testimonios de la época hablan de puertas derribadas, de hombres llenos de odios con puñales y sables en mano; de un Andrés Ibarra herido. Debemos resaltar a Bolívar, tomando su espada y su pistola, dispuesto a salir de su habitación para medirse contra sus enemigos. Debemos tener presente a una Manuela Sáenz, quien atajándolo, lo convence de que se vistiera y que luego saltara por la ventana. Acto seguido que hizo Bolívar, quien azarosamente se encontró con su repostero, el maracaibero José María Antúnez, quien lo acompañó a refugiarse debajo del puente del Carmen, sobre las aguas del riachuelo de San Agustín. Manuela Sáenz agredida entretenía a los golpistas. Les hacía creer que el Libertador estaba en el salón del Consejo de Ministros y los conducía hacia allá. En ese instante el edecán Guillermo Ferguson era asesinado. Mientras tanto los artilleros tomaban el cuartel del batallón Vargas y liberaban a José Prudencio Padilla.Igualmente el golpe era sofocado. Muchos conspiradores fueron capturados. El hombre de las dificultades era vitoreado, ahora. Bolívar ya en Palacio calificó a Manuela Sáenz como “La Libertadora del Libertador”. Vemos cómo el coraje de la quiteña torcía el rumbo de la Historia.

Recayó en los generales Rafael Urdaneta y José María Córdova poner fin al complot, dominar la situación en la capital y apresar a los autores de este funesto atentado. Ya controlado el golpe en la madrugada, venían las averiguaciones para conocer las ramificaciones y los comprometidos. Algunos de los golpistas más notables fueron juzgados sumariamente y ejecutados. Otros sólo fueron confinados a diversos sitios o indultados.

Todo indica que fue Francisco de Paula Santander el cerebro del magnicidio. No perdamos de vista la importante figura que representaba Francisco Paula Santander. Ese militar y político neogranadino, era afamado por su participación en el proceso de Independencia luchando junto a Simón Bolívar; había despuntado también en las batallas del Pantano de Vargas y de Boyacá, en 1819. Posteriormente había sido vicepresidente de Colombia, como ya referimos. Siempre partidario de un gobierno federalista, con su visión poco partidaria de la integración continental, Santander tuvo abismales diferencias ideológicas con la concepción unionista de Bolívar.

Aun cuando no había pruebas concluyentes, Bolívar lo sabía. En el juicio Santander en persona se defendió y rechazó la acusación de haber sido cómplice del siniestro. Después de algunos razonamientos contradictorios, Santander admitió que estaba al corriente del plan de asesinar al Libertador, pero que “prefirió no enterarse de los detalles ni participar directamente en el atentado”. El plan lo conocía Santander por parte Florentino González y Pedro Carujo; y aseguró que cuando Carujo le dijo que iban a matar a Bolívar en Soacha, él le contestó a Carujo que “por ningún motivo se pensase en ello: que en el momento fuera a impedirlo”. Y que Pedro Carujo le prometió impedir el crimen.

Si bien a Santander no se le acusaba de actuar materialmente en la conspiración, su grave crimen consistió en haber tenido conocimiento de ella y de no haberla impedido ni denunciado. Tengamos en cuenta que Santander era General de la República y Embajador en los Estados Unidos, y que era su deber irrenunciable revelar cualquier amenaza contra la República y sus representantes.

Aun cuando en el juicio no se pudo demostrar lo que era un secreto a gritos, -que Santander era líder intelectual del grupo insidioso, – su silencio cómplice era causa más que suficiente para condenarlo a la pena de muerte. Si bien Santander se encontraba ausente físicamente la noche septembrina por su responsabilidad diplomática -condición impuesta por él con astucia y por conveniencia para no levantar sospecha alguna- saber del magnicidio y no informarlo era un hecho grave, que ameritaba el fusilamiento. Aunado que había afirmado que estaba dispuesto a contribuir con todo lo que se hiciera contra Bolívar. A confesión de partes…

Finalmente, Santander fue degradado, y condenado a morir fusilado por la espalda; pero Simón Bolívar le perdonó la vida, desterrándolo en conformidad con el dictamen del Consejo de Gobierno que el Libertador acogió. Santander estuvo algunos meses en Bocachica, Cartagena, y luego se enrumbó para Europa.

La noche septembrina de 1828 nos muestra que tanto el odio como el afán de poder juegan un rol determinante de nuestras vidas; y nos hace pensar en los supuestos del tiempo, a la vez de formularnos una pregunta de rigor ¿Qué hubiese sucedido si Simón Bolívar permite el fusilamiento de Francisco de Paula Santander?…

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