
No hay escapatoria “digna”. No debe haberla. Cualquier atajo retórico que procure atenuar el espanto del genocidio es complicidad activa. No hay lenguaje inocente cuando se habla de crímenes de exterminio, ni lugar filosófico “neutro” cuando el horror se ejecuta a cielo abierto con aval mediático, financiero y diplomático de los imperios. Denunciar el genocidio no es una “opción” moral filantrópica: es un imperativo político y semiótico. Es un deber histórico de todo pensamiento que se diga humanista.
Hoy, Gaza. Palestina. Una vez más. Pero también, más que nunca. Hoy la semiosis —el proceso mediante el cual producimos sentido— ha sido secuestrada, colonizada y vuelta cómplice del exterminio cuando el poder hegemónico decide que ciertos pueblos, culturas o memorias deben ser borrados del mapa. Contra eso se alza nuestra filosofía de la semiosis que exige una praxis simbólica militante para combatir el genocidio no sólo con armas jurídicas, sino con signos que reconstruyan humanidad en el escenario de la debacle civilizatoria perpetrada por el genocidio contra el pueblo palestino y todas las demás orgías bélicas del capitalismo que comercia con la muerte.
Definición “jurídica oficial” internacional (Artículo II): Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948) – ONU “Se entiende por genocidio cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.” Esta definición es la base legal utilizada por tribunales internacionales como el Tribunal Penal Internacional para Ruanda o la Corte Penal Internacional (CPI).
En el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998) – Artículo 6 Reafirma esencialmente la definición de la Convención de la ONU de 1948: El genocidio incluye actos cometidos con intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Todo genocidio es también un crimen semiótico. No basta les basta con asesinar a los cuerpos; se proponen asesinar sus relatos, sus lenguas, sus dioses, sus músicas, sus danzas, sus palabras.
El colonialismo entendió esto desde temprano. Por eso sus matanzas siempre van acompañadas de catecismos, banderas, manuales escolares, series de televisión y algoritmos que reescriben la historia. Pero ahí donde pretenden apagar la memoria, renace la semiosis rebelde: el grafiti del barrio, el canto indígena, la lengua que sobrevive en susurros. Cada signo resistiendo al olvido es un acto de justicia.
Por eso es urgente un humanismo no domesticado, una semiosis insurgente. Pero, ese humanismo que necesitamos no es el de los libros empolvados que lloran por la humanidad abstracta, sino uno que mete las manos en las trincheras de la historia concreta. Un humanismo de pueblo, de barrio, de madres que gritan por sus hijos desaparecidos, de comunidades que recuperan su lengua como quien levanta una bandera. Una semiosis humanista debe ser subversiva, revolucionaria, porque se opone al signo único del capital, ese que todo lo convierte en mercancía —incluso la vida. Decimos: basta de signos al servicio del exterminio. Queremos signos que abracen, que curen, que denuncien, que griten.
Sus genocidios no son accidentes. Son semióticas macabras planificadas, diseñadas por ministerios, por laboratorios ideológicos, por think tanks del odio. El odio no actúa solo: se siembra con palabras, con noticieros, con eufemismos. “Daños colaterales”, “pacificación”, “conflicto”, “guerra preventiva”, “sacrificio necesario”. Cada palabra de esas es un misil semiótico. Frente a eso, urge una semiosis humanista de la verdad, que llame a las cosas por su nombre, que desenmascare la propaganda del exterminio y recupere la voz de las víctimas como sujeto histórico, no como número en un informe. Y no hay palabrerío “leguleyo”, ni filantropías constitucionalistas, ni trincheras de la legalidad oligarca, que alcancen para dimensionar la sanción necesaria y la obligatoria reparación del daño obligado por lo que provocan las furias genocidas burguesas.
No hay semiosis neutral en tiempos de genocidio. O estás del lado del exterminador o estás del lado de las víctimas. Y estar del lado del que sufre implica producir signos de memoria, signos de justicia, signos de unidad entre los pueblos que han sido blanco de la barbarie capitalista, neoliberal, colonial, racista, patriarcal. Esos signos son nuestras armas simbólicas, nuestros puentes entre generaciones, nuestra forma de resistir a la muerte organizada. No hay que estudiar los genocidios desde una cómoda torre de marfil legalista. Hay que combatirlos desde abajo, con cada mural, cada palabra libre, cada niño que aprende su lengua ancestral, cada archivo recuperado, cada madre que no se cansa de buscar.
No nos engañan: la lucha contra el genocidio no es solo cosa de jueces y de tribunales. Es trabajo de pueblos que no quieren el exterminio. Es cosa de educadores, artistas, comunicadores, filósofos, obreros, campesinos y estudiantes. Cada uno con su herramienta, con su signo, con su memoria, pero organizadamente. Si el genocidio es la negación absoluta del otro, nuestra respuesta es la afirmación radical de todos, con sus diversidades en pie y con igualdad de condiciones. En cada signo que dice “presente”, en cada historia rescatada, en cada abrazo, ahí vive una semiosis humanista que dice: la vida no se rinde.
Nuestra especie humana está atravesada por la historia monstruosa de los dispositivos de dominación que han articulado el poder de clase desde sus formas más primitivas hasta sus expresiones contemporáneas. Es una historia de aniquilación, que se hace más amarga cuando se asesina a un pueblo y no sólo se destruyen cuerpos. Se destruyen también sus lenguas, sus símbolos, sus mitos, sus memorias. Se destruye su derecho a narrarse a sí mismo. Por eso, todo genocidio es también un crimen semiótico. Y no lo es por accidente, sino por diseño.
La planificación del exterminio exige también la planificación de su justificación simbólica: se criminaliza al otro, se deshumaniza, se construyen discursos legitimadores que convierten a la víctima en amenaza. La propaganda genocida es tan antigua como el colonialismo, y tan moderna como el algoritmo. Son cómplices de esta inmundicia muchos medios de manipulación masiva, no pocos libros escolares, buena parte de las “redes sociales”, los informes y las demagogias oficiales: que colaboran el genocidio semiótico. Allí se decide qué vidas valen, cuáles importan, cuáles son prescindibles. El genocidio extrema la disputa por el sentido que es una disputa por el poder.
El poder de inventar y exterminar al “enemigo”, de re-nombrar al desaparecido, de borrar la evidencia. El poder de construir una historia sin los vencidos. En campo de batalla semiótico, nuestra lucha no puede ser sólo un marco de análisis teórico, debe ser una estrategia de combate: re-semantizar, resignificar, descolonizar el lenguaje. Transparentar las narrativas del genocidio para combatirlas mejor con los signos revolucionarios de la memoria colectiva transformadora.
Esto implica consolidar la semiotica que no sea una disciplina técnica ni una especulación abstracta, sino un campo de lucha. Cada palabra elegida, cada imagen reproducida, cada silencio mediático, es una elección política. ¿A quién se nombra? ¿A quién se invisibiliza? ¿Qué se calla? La semiótica humanista contra los genocidios debe ser, ante todo, una ética del signo. Opuesta radicalmente a la banalización, a la estetización vacía del espectáculo del sufrimiento que convierte la tragedia en mercancía. Frente al genocidio, no hay neutralidad posible. Y la tarea, entonces, es múltiple: recuperar los signos perdidos, proteger los signos en peligro, producir nuevos signos para la vida. Esto no es solo labor de intelectuales o artistas: es una militancia cotidiana.
No hay genocidio sin relato que lo sostenga. Y ese relato se instala por repetición, por normalización, por hegemonía. Se le da forma de sentido común. Por eso, no basta con denunciar los crímenes: hay que desarmar los discursos que los vuelven posibles. La semiosis humanista no es solo un acto de denuncia, sino una propuesta de sentido. No se trata solo de decir “no al genocidio”, sino de construir una narrativa del nosotros, una memoria viva que desborde los marcos institucionales. Desde América Latina, donde los pueblos han enfrentado siglos de exterminio físico y simbólico, esta semiosis adquiere una forma concreta: la memoria como arma, la palabra como trinchera, la imagen como puño levantado. Frente a la narrativa oficial que reduce el genocidio a cifras, a fechas o a tecnicismos jurídicos, la semiosis humanista apuesta por una narrativa encarnada, insurgente, combativa.
En la base económica del genocidio se hunde una raíz material. No hay exterminio masivo que no responda, en última instancia, a una lógica de acumulación económica y control territorial. Detrás de cada masacre, detrás de cada política de exterminio, hay una lucha por los recursos, por la mano de obra, por los mercados, por el disciplinamiento de poblaciones enteras. El genocidio no es sólo una expresión del odio: es un acto planificado por la economía política del capital. Desde el colonialismo hasta el neoliberalismo, la historia está plagada de casos en los que la destrucción de pueblos ha sido una herramienta para consolidar el poder económico de las élites. El genocidio no es una “irracionalidad”, es una estrategia de clase, necesaria para el desarrollo del sistema capitalista en su forma más depredadora. El exterminio del pueblo mapuche en Argentina, el genocidio indígena en Guatemala, el Holocausto como parte de la ingeniería nazi del espacio vital, o la limpieza étnica de pueblos africanos para favorecer corporaciones mineras: todos ellos son capítulos del mismo proceso de despojo sistemático.
En la fase actual del capitalismo, el genocidio adquiere nuevas formas. Ya no es únicamente el exterminio físico, sino también el genocidio cultural y mediático. El pueblo no se mata solamente con balas; se mata también con pobreza planificada, con alienación, con enajenación del sentido. Se extermina una lengua, una historia, una identidad. Se vacía de contenido la palabra “vida” para llenarla de mercancía. El mercado impone una semiotica totalitaria: quién es humano y quién no, quién merece vivir, quién es descartable. Esta clasificación tiene función económica: el capital necesita decidir qué cuerpos son útiles y cuáles son desechables. Los pueblos pobres del sur global, las comunidades indígenas, las clases trabajadoras, son descartables cuando dejan de ser funcionales a la lógica del capital. Y allí entra el genocidio como solución final.
No les basta con asesinar: hay que narrar el crimen como “defensa”, “limpieza”, “guerra”, “pacificación”. Hay que vaciar de contenido los conceptos de dignidad, justicia y vida. La lucha, entonces, no es solo armada ni jurídica: es también una lucha semiótica por la hegemonía cultural. Sin anticapitalismo no hay antigenocidio. Denunciar el genocidio sin señalar su base económica es caer en una ética abstracta, inofensiva, moralista. Un humanismo sin materialismo es un humanismo impotente. Si queremos combatir el genocidio, debemos atacar su raíz: el sistema económico que lo produce, lo necesita y lo reproduce. La semiosis humanista marxista propone una articulación: desmantelar los dispositivos ideológicos que normalizan el exterminio y construir una conciencia de clase que lo enfrente desde abajo, desde el nosotros.
No hay forma de ocultarlo con sinónimos tecnocráticos. Lo que Israel perpetra sobre Palestina —en especial sobre Gaza— es un genocidio en pleno siglo XXI. Cumple con todos los criterios establecidos por el Derecho Internacional y los profundiza con una saña sistemática que recuerda, e incluso supera en brutalidad comunicacional, los peores momentos del nazismo.
Genocidio no es solo matar. Es planificar, organizar, legalizar y naturalizar la eliminación sistemática de un pueblo, su memoria, su cultura, su lenguaje, su niñez. Es aniquilar la humanidad de los otros como forma de blindar el privilegio colonial. Es, también, usar el lenguaje, los medios, la academia y la diplomacia para justificar o encubrir el crimen. ¿Qué filosofía puede llamarse “humanista” si guarda silencio frente a la masacre de miles de niños? ¿Qué ética puede sobrevivir si calla ante las bombas lanzadas sobre hospitales, escuelas, campamentos de refugiados? ¿Qué discurso puede todavía permitirse el lujo del matiz cuando la destrucción es total? Todo genocidio es también una guerra semiótica. No basta con arrasar físicamente a un pueblo: hay que borrarlo simbólicamente. Convertirlo en una “amenaza”. Animalizarlo. Diabolizarlo. Negarle historia. Pintarlo con los colores del terrorismo. Aislado, mutilado, negado. No matar sólo cuerpos: matar significados.
Así operan las usinas ideológicas del sionismo colonial. Así funcionan CNN, BBC, El País, Fox News. Así se construye, todos los días, la ficción de una “guerra simétrica”, donde se oculta que uno de los bandos posee armas nucleares, el respaldo de la OTAN, satélites, drones, bancos y control de las grandes cadenas informativas, mientras el otro tiene piedras, túneles y un grito desesperado: “somos humanos”. Y sin embargo, cada bomba es precedida por una justificación. Cada masacre por una infografía. Cada cráter por una narrativa. Esa es la semiotica del genocidio: naturalizar el exterminio con discursos de seguridad, autodefensa, progreso, democracia. Es la forma más sofisticada del fascismo: la que se anuncia en nombre de la civilización.
Durante siglos, se nos ha enseñado una filosofía que hace malabares con los valores para evitar mirar de frente al crimen estructural. Kant puede hablar de la dignidad humana mientras calla ante el colonialismo. Habermas puede defender el discurso racional mientras relativiza el terrorismo de Estado. Ese humanismo de manual —europeo, ilustrado, domesticado— es absolutamente incapaz de nombrar el genocidio cuando lo ejecutan sus aliados. Nos han entrenado para dudar. Para “analizar” todo desde la supuesta objetividad de la academia, como si hubiese neutralidad posible entre el opresor y el oprimido. Nos han enseñado una lógica del equilibrio discursivo que, en los hechos, siempre termina inclinada hacia el imperio. ¿Dónde están los filósofos cuando los niños mueren sofocados en hospitales sin electricidad? ¿Dónde la ética cuando se destruye todo el sistema universitario de Gaza? ¿Dónde la hermenéutica cuando se borran 75 años de memoria palestina con cada misil?
Un verdadero pensamiento humanista debe ser militante del dolor ajeno. Debe ser radical. No radical por violento, sino por ir a la raíz: denunciar al colonialismo, al capitalismo, al imperialismo y al sionismo como fuerzas genocidas y sistémicas, no como desviaciones puntuales. Toda forma de eufemismo es traición. Llamar “conflicto” a una ocupación. Llamar “respuesta militar” a una masacre. Llamar “daño colateral” a un genocidio. Eso no es periodismo ni filosofía: es cobardía institucionalizada. La tarea no es solo denunciar. También hay que construir. Toda filosofía verdaderamente humanista hoy debe ser una filosofía de la resistencia popular, del derecho a la vida, a la tierra, al retorno, a la autodeterminación.
Y toda semiótica comprometida debe asumir que el lenguaje es campo de batalla. Que cada palabra es una trinchera. Que cada concepto, cada metáfora, puede ser instrumento de liberación o de dominación. Por eso urge: Hoy, el campo de batalla no está solo en las calles arrasadas de Rafah o en los campamentos de refugiados. Está también en las aulas, en las redes sociales, en las mentes de millones. El genocidio no es sólo un hecho militar: es un acto filosófico, político y simbólico.
No podemos permitirnos más silencios. Cada palabra que no pronunciamos es una bala que aprueba. Cada concepto ambiguo es una trinchera abandonada. Por eso decimos: no hay escapatoria discursiva. Todo humanismo que no condene sin ambigüedades el genocidio en Gaza es falso. Todo lenguaje que no nombre al criminal, es parte del crimen. Toda semiótica que no se comprometa con la vida, es cómplice de la muerte. Palestina no está sola. Y nosotros no seremos cómplices.
El humanismo debe cuestionar las escapatorias discursivas —esas formulaciones retóricas, legales o burocráticas que permiten naturalizar o enjugar crímenes atroces, transformando víctimas en números y violencias en operaciones “necesarias”. No basta con invocar los derechos humanos: es crucial anclar esa invocación en lo real, situarla en luchas concretas, conectarla a la organización y movilización social. No sirve de nada denunciar lo que se condena del nazismo si no se enfrenta la raíz del poder que lo hace posible —el capitalismo en crisis, según su lectura. Es decir: en la frase de Brecht que él evoca, “¿de qué sirve condenar el fascismo si no se combate el capitalismo que lo origina?”
T/Fernando Buen Abad
Su Batalla Cultural y la Nuestra