
Anécdotas abundan en el discurso histórico. Como frutos del imaginario colectivo suelen imponerse al gélido hecho registrado, que si bien goza de la solvencia documental que exige la ciencia de Clío, muchas veces olvida que ese otro relato también es importante.
En la vida de Simón Bolívar esos eventos hijos de la tradición oral sobran. Su figura, además de histórica, es “legendaria”, en todo el sentido de la palabra; más, siendo un personaje tan polémico como universal. Lo increíble y maravilloso igualmente forma parte de nuestra evolución como pueblo y no lo debemos dejar de lado.
Ahora conmemoramos unos de esos especímenes, un acontecimiento poco conocido por los legos, pero que, siendo el mismo cierto o falso, nos deja una moraleja de gran significación actual. Pensándolo en frío y sabiendo de lo irreverente del insigne, lo más probable es que si haya ocurrido como lo han expuesto algunos cronistas.
Era el 28 de octubre de 1825, día de San Simón. Como era de rigor, significativa fecha tenida popularmente como el cumpleaños del Libertador, ameritaba un sarao de padre y señor nuestro. Ya el Hombre Grande ubicado en la Villa Real del Potosí, y bajo el influjo del coqueteo de Doña Joaquina Costas, decretaba celebrar en este lar boliviano el día de su santo. La gala estaba servida con todo el protocolo esperado. Las serenatas, las descargas de artillería, los fuegos pirotécnicos y la algarabía callejera animaban el preludio del gran festejo.
La misa primero y el banquete en las instalaciones de las Arcas Reales más tarde, no podían faltar. Relumbraba el Padre de la Patria con su rutilante traje de fiesta, bastante guapo, sin patillas y sin bigotes.
Una vez arrancado el baile con sus ojos zahorí se percataría el caraqueño de que el general José Laurencio Silva era ignorado por las bellas damiselas; que le rechazaban su mano tendida en la solicitud de alguna pieza las níveas aristócratas, quienes no querían juntarse con llanero de tez oscura, un sujeto considerado socialmente inferior.
Se dice que inmediatamente, sin un ápice de disgusto, Bolívar ordenaría el cese de la música; y que acto seguido se dirigiría al centro de la sala, alzando el volumen de su voz, opacando el cuchicheo de los invitados, haciendo una reverencia, para después expresar: “Señor José Laurencio Silva… Ilustre prócer de la Independencia Americana, Héroe de Junín y Ayacucho, a quien Bolivia debe inmenso amor, Colombia admiración, Perú gratitud eterna, saben que el Libertador quiere honrarse en bailar ese vals con tan distinguido personaje”.
Luego, daría la orden de que la orquesta interpretara la melodía, tomando a su edecán delicadamente de la mano y trazando elegantes pasos. Como se ha de suponer el asombro fue mayúsculo, pero los aplausos más.
Las doncellas entendieron el mensaje y se “rebajaron” a danzar con aquel héroe con más heridas en el campo de batalla, aquel, quien cinco años más tarde reclamaría, con sincera lealtad, que El hombre de las dificultades no podía morir con una camisa rota. Sería diciembre de 1830.
Rememoramos el bicentenario de un suceso fantástico en el cual la personalidad del Libertador supo hacer de las suyas, por la visibilización de un hombre que tanto dio por nuestra emancipación y que no, por su origen social, étnico o posición política, tenía que ser maltratado. Un ejemplo para los días que corren.





