
De la vanguardia al fondo
Desde lo apacible hasta lo ingobernable, ningún país experimentó como Ecuador un vuelco tan drástico en los últimos años; ni siquiera los numerosos vecinos latinoamericanos que vieron caer a las diferentes fuerzas progresistas locales –ya sea por vía destituyente o electoralmente derrotadas–, para ser reemplazadas por el ascenso fulgurante de fuerzas conservadoras más o menos extremistas.
Si muchos países experimentaron y experimentan una crisis económica de larga duración, debido a lo que Álvaro García Linera dio en llamar el “momento zombi” de las políticas neoliberales, pero también por la conjunción de múltiples crisis –la pandemia, la guerra de Ucrania, el duradero estancamiento de la economía global post 2008–, ninguno sufrió, como Ecuador, un deterioro tan profundo y vertiginoso de los índices de bienestar, inseguridad y violencia, así como una pérdida de márgenes de soberanía tan notable en lo financiero, comercial, energético y comunicacional.
Arruinar la macro-economía estatal y la micro-economía de familias y comunidades enteras es algo relativamente fácil para los neoliberales; al fin y al cabo acumulan en ello 70 años de invaluable experiencia. Pero quebrar la estatalidad y romper el tejido social de casi todo un país, y hacerlo además en tiempo récord, es un logro mucho más profundo y radical que tendrá consecuencias duraderas con independencia de quién asuma la presidencia el 24 de mayo, en un nuevo aniversario de la batalla de Pichincha. Así, el nacional o extranjero que haya visitado Ecuador en 2017 o antes, y vuelva a hacerlo ahora, a menos de una década del fin del último gobierno correísta, de seguro no logrará reconocer la fisonomía de aquella pequeña nación simultáneamente andina, costera y amazónica.
Durante todo un decenio Ecuador fue una referencia progresista que ofreció a la región ejemplos tan notables como la auditoría de su deuda externa, mecanismos novedosos de regulación financiera, la drástica reducción de la pobreza y la desigualdad, el impulso de un régimen fiscal progresivo, la ampliación de la inversión social o una política de desmilitarización que llevó al cierre de la tristemente célebre base norteamericana de Manta, por mencionar sólo algunas aristas. Y que, por añadidura, legó al mundo una de las constituciones más avanzadas del planeta –tal vez la que más–, carta magna que fue orientada por el principio del “buen vivir” y que reconoció para la posteridad derechos tan avanzados como los de la naturaleza y los de las generaciones por nacer.
Créase o no, se trata del mismo malogrado país actual, que ha pasado a sobresalir en ranking tan lamentables como los de homicidios violentos, tráfico de estupefacientes o deuda externa, entre otros. Se trata, ni más ni menos, de un nuevo y anunciado fracaso de un país “atendido por sus propios dueños”, desde la abortada gestión del banquero Guillermo Lasso, presidente del Banco de Guayaquil y co-responsable y beneficiario del llamado “feriado bancario” de 1999, hasta el gobierno actual del clan de Álvaro y Daniel Noboa, poderosos empresarios bananeros.
Ese estertor llamado Noboa
Tras sufrir una doble derrota –la política, a través de la traición de Lenín Moreno a su propio partido y programa de gobierno en 2017, y la electoral, en los comicios del año 2021–, el correísmo se asomó a una ventana de oportunidad cuando Lasso, acosado por la crisis y sus causas penales, decretó la “muerte cruzada” contemplada en la Constitución de Montecristi, disolviendo los poderes ejecutivo y legislativo y convocando de manera automática a las elecciones anticipadas de 2023. Ésta vez encolumnada bajo la candidatura de Luisa González –dado que Rafael Correa permanecía y permanece en el exilio en Bélgica–, la Revolución Ciudadana parecía tener en sus manos una victoria casi segura, hasta que el asesinato del también candidato Fernando Villavicencio alteró por completo el escenario electoral y aupó a Noboa desde el subsuelo de las encuestas hasta el mismísimo Palacio de Carondelet.
Su gobierno, que bien podría haber gozado de las mieles de la brevedad, ha sido apenas más largo de lo que corrientemente se considera el período de “luna de miel” entre el electorado y los mandatarios entrantes: 17 meses. Sin embargo, en año y medio el joven y rico mandatario acumuló tropiezo tras tropiezo, desde una militarización y un “estado de excepción permanente” que no logró recomponer ni un sólo índice de seguridad, hasta la profundización de la crisis económica, pasando por una inédita debacle energética que en 2024 ocasionó meses de racionamiento y apagones generalizados de hasta 14 horas de duración. Como resultado, Ecuador es hoy un país más pobre, más desigual, más precario, más inseguro y menos soberano.
Quebrar la estatalidad y romper el tejido social de casi todo un país, y hacerlo además en tiempo récord, es un logro mucho más profundo y radical que tendrá consecuencias duraderas con independencia de quién asuma la presidencia el 24 de mayo
Además, diversos escándalos de corrupción han sido apenas el telón de fondo de una política rapaz. Incluso sectores de la burguesía y la oligarquía ecuatorianas ven con malos ojos el acaparamiento glotón de contratos, recursos y prebendas de parte de una familia que hizo del Estado su coto privado de caza, llegando al extremo de intentar auto-adjudicarse, a través de empresas-fachada, nada menos que el Campo Sacha, el mayor reservorio de recursos petroleros del país, con reservas estimadas en unos 350 millones de barriles. Así, el inesperado factor opositor de sectores del establishment resentidos con el actual gobierno es un condimento que no podemos subestimar de cara a este domingo.
Un acercamiento histórico a Ecuador
El derrotero seguido por Ecuador en apenas nueve años, desde Moreno a Noboa pasando por Lasso, señala a su vez el tamaño del desafío; desafío no sólo electoral, sino también político, al que harán frente las fuerzas de izquierda del país, desde el progresismo urbano hasta el poderoso movimiento indígena local.
De hecho, el gran dato de esta coyuntura, y potencialmente el más significativo en términos históricos, es la alianza sellada entre el correísmo, representado por la candidata presidencial Luisa González, y la CONAIE, la principal confederación indígena del país. Organización que ha sido el elemento determinante y aglutinante de casi todos los ciclos de movilización social a lo largo de las últimas tres décadas, pero que ha tenido un rol político ambivalente, sobre todo a través de su instrumento partidario, el Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik, y a partir de personajes como el ex candidato Yaku Pérez, quien supo ser arropado –y luego convenientemente olvidado– por el liberalismo “de izquierda” de la región.
De hecho, en parte fue esta fractura (además de la fractura entre un correísmo más progresista y uno más pro-empresarial) la que abonó el terreno para la crucial derrota del año 2021, cuando Pachakutik, que había amasado un increíble 19 por ciento de las preferencias electorales, se decantó bajó la dirección de Yaku Pérez por el “voto nulo ideológico”, allanando el terreno para la victoria de Lasso, que se impuso por menos de cinco puntos al entonces candidato correísta, el economista Andrés Arauz.
El acuerdo firmado a fines de marzo en un acto en Tixán, en la provincia de Chimborazo, así como el acercamiento programático entre el correísmo y la CONAIE (25 fueron los puntos acordados), será clave en términos electorales. Ecuador vivió un virtual balotaje anticipado el 9 de febrero, dado que en aquella ocasión González y Noboa cosecharon juntos el 88 por ciento de las preferencias de la ciudadanía, en un escenario casi perfectamente polarizado que deja poco por repartir. Por eso es que los más de cinco puntos obtenidos por Leónidas Iza, el dirigente indígena oriundo de Cotopaxi y protagonista destacado del estallido de 2022, representan un caudal electoral enorme y potencialmente decisivo de cara a este domingo.
Pero la importancia de este acercamiento –precario, provisorio, y resistido por fracciones de ambos sectores–, no es sólo electoral. Para cualquiera que haya auscultado la historia reciente del Ecuador, resulta evidente que con el movimiento indígena no alcanza, dado que Ecuador no tiene, como Bolivia o Guatemala, abigarradas mayorías indígenas que puedan eventualmente conquistar una mayoría electoral propia. Pero, de la misma manera, resulta aún más claro que sin el movimiento indígena no se puede, y no sólo por la aritmética electoral. Nadie, salvo la CONAIE, ostenta en aquel país un movimiento social nacional, territorialmente estructurado y con capacidad de movilización: ni el empresarializado y atomizado movimiento sindical, pero tampoco el movimiento de mujeres o el movimiento estudiantil.
Éstas cualidades de la poderosa confederación indígena serán decisivas para, después de una eventual victoria –probable según la mayoría de las encuestas– recuperar una gobernabilidad y una territorialidad severamente erosionadas no sólo por la extranjerización económica, sino sobre todo por los cárteles de la droga, por las nuevas rutas de las economías ilícitas que atraviesan a sus anchas la geografía nacional y ahora también por la presencia creciente de militares y contratistas estadounidenses. Así, el intento de reinstalar la base de Manta, las giras del Comando Sur, los pedidos de Noboa de mayor “cooperación militar” y ahora también la insólita injerencia en la campaña de Erik Prince, fundador de la agencia mercenaria Blackwater que llamó a votar por Noboa, no resulta nada casual.
La oligarquía ecuatoriana puede perder el aparato administrativo del Estado, pero no el poder, y más allá de controlar la mayoría de los poderes fácticos dejará aquí y allá numerosos candados que representarán mucho más que una “pesada herencia” para el gobierno por venir. El narcotráfico, además de un negocio ilícito asociado con otros negocios “lícitos” (la exportación simultánea de banano y cocaína en la que están sindicadas de participar las empresas de la familia Noboa es el más claro ejemplo), es ante todo un mecanismo de control político, social y territorial.
Un balance somero del exprimento progresista ecuatoriano muestra una distancia notable entre la radicalidad de algunas de las medidas antes adoptadas, y la precariedad de sus bases organizadas, con un movimiento propio débil y poco orgánico, al menos si lo comparamos, en su misma época, con el chavismo en Venezuela o con el sindicialismo indígena-campesino en Bolivia. Saldar esa distancia será fundamental para restablecer una dialéctica entre la calle y el palacio que se truncó a lo largo de una década virtuosa en muchos otros sentidos, pero no en éste, y que dejó muchos antiguos aliados en el camino.
El problema de este tímido reencuentro entre el correísmo y la CONAIE será, como siempre, cómo se pondera el capital electoral de la Revolución Ciudadana, indudablemente superior, en relación al capital organizativo y movilizacional, sin parangón, que poseen los indígenas ecuatorianos. Por otro lado están los debates en torno a un modelo de crecimiento más o menos desarrollista o primario-exportador, y asuntos fundamentales como la gestión del agua, los hidrocarburos y la minería, que también serán decisivos y que dependerán de en qué sectores se apoye un eventual gobierno presidido por Luisa González.
Como sea, falta mucho para que estos debates puedan ser encarados con profundidad: antes hay que traspasar el umbral histórico del día domingo. Día que podrá significar una saliente de la que aferrarse en el abismo, o el reinicio del descenso de un país en caída libre.
T/Lautaro Rivara
Candidata presidencial Luisa González ejerció su derecho al voto en Manabí