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Opinión/ El ausente

Por: Alexander Torres Iriarte

«¿Si mi mamá no hubiera conocido a mi papá yo hubiera nacido?» De seguro el asiduo lector sonreirá, porque para sus adentros, más allá del ocioso ejercicio introspectivo, casi todos nos hemos formulado esta interrogante en algún momento de nuestras vidas. Ahora, si convenimos de que es así, ampliemos la escala: pensemos en un acontecimiento colectivo que de no haber ocurrido hubiese cambiado la realidad que ahora palpamos.

De eso trata la “historia contrafactual”, de buscar explicaciones alternas a fenómenos concretos que nos han definido en el tiempo. Su pregunta fundamental es “¿qué habría pasado si…?”.

Por su puesto, tamaña cuestión, más amiga de la especulación o de la ficción literaria, no goza de buena reputación. Es tarea de los historiadores “serios” estudiar lo que fue y no lo que pudo haber sido. Esta afirmación nos invita a reflexionar sobre el olvidado Diógenes Escalante.

Escalante, nacido en Queniquea, el 23 de octubre de 1877, fallecería en total silencio el 13 de noviembre de 1964, en Miami. En su formación básica, en La Grita, el párvulo era un muchacho despierto en los temas políticos y afines. Su transcurrir estaría mezclado con el pugilato andino.

Sería funcionario de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, respectivamente. Fungiría como Ministro de Relaciones Interiores y luego Secretario particular de su otrora condiscípulo, Eleazar López Contreras.

No obstante, su minuto aciago sobrevendría en 1945. La encrucijada estaba dada: o cambiar la cabeza del Ejecutivo con un personaje distinto a Isaías Medina Angarita o atenerse a un posible acto de fuerza. Lo interesante es que ya había un consenso: desde los seguidores del Gobierno hasta las Fuerzas Armadas -con la aprobación de Acción Democrática y el Departamento de Estado- eran partidarios de que Escalante asumiera la Presidencia de la República.

Con ciertas condiciones eso sí, pero era visto como una solución salomónica para el atolladero de un país que hacía una década había enterrado al déspota de La Mulera.

Le tocaba al exembajador en Washington, con un Congreso a su favor, ser la ficha conciliadora. Así, el diplomático regresaba a la nación. Esto lo convertiría en el virtual mandatario en un escenario muy enrarecido. Pero, finalmente, no podría: la demencia le ganaría la carrera.

Desde el caraqueñísimo Hotel Ávila el tachirense daba signos de una terrible enfermedad mental. Los galenos Rafael González Rincones, Vicente Peña, Miguel Ruíz Rodríguez y Enrique Tejera corroborarían lo sospechado: el elegante caballero había perdido la chaveta. Locura total. Lo demás sería desconcierto.

Seguidamente, los medinistas propondrían a Ángel Biaggini, encargado de la cartera agrícola, como el candidato que llenaría el vacío de Escalante.

El “no” sería rotundo. Se consumaría el golpe de Estado liderado por la tolda blanca y los militares. Lo paradójico es que ahora si había motivo para la torva acometida: dizque la necesidad del voto directo para elegir al primer magistrado, por un lado, y la supuesta corrupción y atraso en el mundo castrense, por el otro, justificaba deponer a Medina Angarita. Lo que no se dice es que con estos dos “problemitas” se elegiría días atrás, igualmente, a Escalante.

Un mes y una semana antes del cuartelazo partía Diógenes Escalante en una nave estadounidense a buscar ayuda psiquiátrica. Su existencia no sería la misma y la de Venezuela tampoco.

Opinión /Triple

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