
Hace un siglo Rómulo Gallegos lograría transformar, como alquimista de la palabra, el agua en vino. Acometía un salto cualitativo de pesimista consumado a optimista convencido. Hablamos del brinco que daría hacia «La trepadora» (1925), tomando fuerte impulso desde «El Último Solar» (1920), obra calificada por la crítica de su momento como descocida y desigual.
En todo caso, ahora el personaje central de La trepadora sería un boyante “hombre de presa”, Hilario Guanipa, contra el “perdedor” Reinaldo Solar.
En «La trepadora» Gallegos trataría de resolver la confrontación de clases sociales sin traumas, mediante una audaz salida de la que no dejaría de recurrir, con sus matices, en sus obras ulteriores: metaforizar la disputa de los opuestos, confrontación muy presente desde sus relatos hasta sus novelas.
Si bien en sus cuentos «La Liberación» y «Sol de antaño» sucumbía al fracaso, ya en El apoyo asomaría la fuerza para obrar. Si lo que campeaba era la desolación ante una interminable dictadura en un país palúdico, esa “alma sepultada” venezolana no permearía su segunda propuesta novelística.
Gallegos en «La trepadora» apostaba a ganador: subliminalmente nos dice que en la mezcla entre la nobleza y el grupo explotado habrá concordia, habrá entendimiento en las generaciones futuras, y esa síntesis la representaría Victoria del Casal, alegoría de la auténtica “trepadora”. Simbólicamente vemos cómo la hija de la anulada Adelaida Salcedo y de su resentido primo, Hilario Guanipa, lograba la prosapia, cobraba su linaje, pese el odio de su familia materna a su padre debido a su origen bastardo.
Pero el éxito de Hilario Guanipa para nosotros no estaría en lo que se considera tradicionalmente y nos convida a aceptar Gallegos con un juicio muy canonizado. No.
En dicha unión amatoria Victoria-Nicolás Gallegos nos quiere hacer ver un Hilario Guanipa airoso, al reclamar los derechos confiscados a su madre mediante el ascenso de su propia hija, ahora casada con un Casal.
Y aquí está el optimismo tramposo de la obra: la burguesía derrotaba secularmente al mestizo, asunto confuso que se puede resumir bajo la idea de una hija Victoria, que, aunque es ahora heredera exclusiva de Cantarrana, tendrá vástagos “que no serán Guanipas: serán Casal y Cantarrana, máxima expresión de poderío y conquista de Hilario, pasará nuevamente a ser propiedad y símbolo del poderío de una familia y una clase: la de los Casal”, como nos explica agudamente Raúl Ramos Calles.
De este modo, hábilmente, no habría sincero acuerdo de clases y menos traspaso de heredad a los desposeídos: el pobre nuevamente perdía ante la alianza “reconciliadora” de los poderosos de siempre.
Más bien, para nosotros, el triunfo estaría en un Gallegos que encontraba en un proyecto reformista una ficción edificante, todavía conservadora, pero edificante, al fin.
Ojo, aclaremos, no pontificamos sobre el optimismo burgués, baldío y engañoso, sino, el optimismo emancipador e inclusivo; el de otro mundo deseable, sin suicidios físicos ni simbólicos, y evitando por todos los medios que el amo vuelva a imponerse sobre el peón.
«La trepadora» sería llevada al cine mexicano, a casi dos décadas de su publicación, con un guion del mismísimo Rómulo Gallegos y la dirección de Gilberto Martínez Solares. María Elena Marqués y Sara García destacarían por sus descollantes actuaciones.
T/Alexander Torres Iriarte