Espanta la foto de un hombre, de espaldas, mirando la devastación. Piedra sobre piedra, solo ve muerte. Fue el 6 de agosto de 1945, a la hora de la mañana en que había más gente en la calle. Inesperadamente, un ataque atómico elevó la temperatura a 3.000 grados centígrados y todo ardió a cuatro kilómetros a la redonda. Como se ufanaban los noticieros norteamericanos de la época “Hiroshima había sido borrada del mapa”.
Hoy, 75 años después, sigue viva la pregunta sobre cómo fue posible. ¿Cómo cientos de personas, aún conscientes del daño que provocaban, fabricaron, transportaron y cargaron una bomba atómica para que finalmente alguien la arrojara sobre una ciudad indefensa donde sólo había niños, mujeres y viejos porque los hombres estaban todos en el frente? ¿Cómo llega alguien a considerar eso un acto normal? ¿Cómo puede ser un genocidio deseable?
El historiador norteamericano H. Bruce Franklin buscó comprender las razones profundas de la idiosincrasia violenta de Estados Unidos y su culto fetichista por las armas. En su libro War Stars. Guerra, ciencia ficción y hegemonía imperial, rastrea el origen de esa doctrina estructural para el pensamiento y la acción de EE.UU., según la cual para ayudar a un país hay que bombardearlo. “Incluso los responsables del bombardeo atómico en Hiroshima y Nagasaki –afirma- se convencieron a sí mismos de que sus actos fueron humanitarios, para salvar vidas y restablecer el reinado de la paz.”
El primero en promover el uso de un arma de altísima letalidad para instaurar un reino de paz y prosperidad fue Robert Fulton (1765-1815), pionero de la guerra submarina. A partir de allí –explica el historiador- se va consolidando lentamente una tríada macabra entre el desarrollo tecnológico-armamentista, la moral y la cultura. Sin una eficaz batalla cultural no es posible vencer el rechazo moral a los crímenes masivos (y el temor a la propia muerte) y sin haber superado ese límite el ciudadano común rechazaría no sólo el desarrollo científico de las armas, sino también que el dinero de sus impuestos vaya a parar al Pentágono.
Durante el siglo XIX y comienzos del XX las líneas rectoras de las obras de ficción fueron la agresión extranjera al país, la dominación mundial de EEUU, los terrores apocalípticos y la abolición de la guerra gracias a la existencia de una superarma definitiva. “Esa doctrina que moldeó nuestra política nacional fue presentada por primera vez en el imaginario cultural por las novelas de las guerras futuristas”, escribió Franklin, basado en el análisis de un amplio corpus literario y cinematográfico.
Un relato publicado en 1910 anticipa el exterminio de Nagasaki e Hiroshima. En “La invasión sin paralelo” de Jack London, la acción transcurre en 1976. China ha ascendido a primera potencia mundial y EEUU debe defenderse. La solución final es liquidar a todos los hombres, mujeres y niños chinos mediante el bombardeo de una “lluvia infecciosa”. Escribe Franklin: “Las hordas japonesas y chinas en los textos de la primera mitad del siglo XX plantean una amenaza tan grande que legitiman una guerra aérea genocida”.
Según el gobierno de Japón, aproximadamente 166.000 personas fueron asesinadas en Hiroshima y 60.000 en Nagasaki. La radiación dejó lesiones y cánceres de todo tipo. El aparato cultural norteamericano, una vez cometido el crimen en la vida real, puso toda la fuerza para minimizarlo. En el semidocumental El honor de su nombre (1952), por ejemplo, el horror y la tragedia humana quedan reducidos a la angustia doméstica de un matrimonio estadounidense. “El coronel Paul Tibtets (Robert Taylor), comandante del B-29, no le podía contar a su esposa (Eleonor Parker), acerca del arma secreta que se estaba preparando para lanzar sobre Hiroshima y esto arruinó temporalmente su vínculo. La película presenta un subtexto que insta a los civiles a aceptar el secreto, a no entrometerse en los asuntos militares y a estar agradecidos a la bomba”, analiza Franklin en su libro.
Antes de la Segunda Guerra Mundial el esfuerzo propagandístico se orientó a promover la actividad nuclear, después de la guerra, en hacer “amigable” la carrera armamentista.
En 1942, el Proyecto Manhattan logró la construcción de la primera bomba nuclear. En esa década, el gobierno y un amplio sector de la industria desplegaron una campaña masiva cuyo lema era “átomos por la paz”. Por entonces, la Comisión de Energía Atómica y la compañía General Electric preparaban los contenidos de exposiciones, películas y hasta textos para ciertas materias de la escuela secundaria. El padre de la bomba atómica, en persona, el general Leslie Groves, proveyó de información, para tiras de historieta para los diarios.
Después de 1945, las élites norteamericanas apelaron tanto al hard como en el soft-power a favor del aparato militar industrial. “Existió un sofisticado sistema de coacción y propaganda. Quienes cuestionaban, sobre todo en el influyente campo de la cultura, fueron acallados. Los textos u obras que se oponían a la carrera armamentista fueron proscriptas y hubo purgas en los medios de comunicación, en la educación y en los sindicatos” afirma Franklin, quien señala que Hollywood produjo sólo dos películas de contenido pacifista: Five, dirigida por Arch Oboler y El día que paralizaron la tierra, de Robert Wise, ambas de 1951. Todas las demás se prohibieron. “De 1952 a 1958, las películas sobre armas atómicas se volvieron panfletos a favor de la Guerra Fría”.
Mientras al ciudadano de a pie se le suministraban argumentos para que abandonara sus pruritos éticos, en la cúpula del poder el cinismo moral era descarnado. Esto se ve con claridad en el extraordinario documental de Errol Morris, “Fog of the War” (Niebla de la guerra), una expresión militar que alude a una particular situación de confusión mental que suelen padecer los soldados en medio de la guerra al punto que pierden todo punto de referencia y pueden encaminarse hacia el frente enemigo pensando que es el propio.
La película es una conversación con Robert McNamara. Ya octogenario, el ex ministro de Defensa de EEUU no sólo expone sus cavilaciones durante la guerra de Vietnam sino, que detalla los silogismos perversos que sustentaron los genocidios en Hiroshima y Nagasaki.
“En marzo de 1945 yo estaba en la isla de Guam. Analizaba cómo hacer los bombardeos más eficientes, no en el sentido de matar civiles sino de debilitar al adversario”, dice McNamara a la cámara. A los 29 años, la Fuerza Aérea lo había reclutado en la universidad por su mente brillante para las estadísticas. “En una noche quemamos vivos a cien mil japoneses; 135 kilómetros cuadrados de Tokio ardieron porque sus viviendas eran de madera y nosotros arrojamos bombas incendiarias. Yo fui parte de un mecanismo amplio que lo recomendó. ¿Era eso moral? ¿Fue necesario lanzar la bomba atómica cuando ya habíamos matado entre 50 y 90 % de las personas en 67 ciudades de Japón?”, se pregunta en el documental el genio de las estadísticas.
Aunque en Europa, la Alemania nazi había capitulado en mayo de 1945, Japón seguía en guerra. La historia oficial dice que el presidente Harry Truman ordenó lanzar dos bombas como forma de poner fin al conflicto. No obstante, la magnitud del ataque huele a represalia racista y mensaje mafioso.
No sin cinismo McNamara reflexiona ante la cámara: “Arrojamos dos bombas ¿Fue desproporcionado? Para algunos sí. El general que dio la orden nos decía que si hubiéramos perdido nos habrían juzgado como criminales de guerra por nuestros actos inmorales. ¿Por qué es inmoral si se pierde y no lo es si se gana?”
A 75 años de los peores crímenes contemporáneos es hora de un NUNCA MAS de Estados Unidos. En momentos difíciles de transición hegemónica, es hora de una profunda reflexión global a favor de la paz.
T/ Telma Luzzani/ Página12