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A propósito del Bicentenario de Ayacucho por Alexander Torres Iriarte

En menos de un lustro, para 1820, con la revuelta de Rafael del Riego y Antonio Quiroga el poderío español sufriría un golpe fulminante. El hecho de no remitirse un soldado más a las colonias de ultramar, a la América levantisca, iría en desmedro del moribundo sistema monárquico.

Así, los revolucionarios independentistas alcanzaban objetivos militares contra una mesnada ayuna de refuerzo externo. El virrey peruano José de La Serna no la tenía fácil. Ni los triunfos previos del ejército realista contra el recién llegado Simón Bolívar podían detener lo que se avecinaba.

Ya el revés de la batalla de Junín, el 6 de agosto de 1824, en el cual José de Canterac mordía el polvo de la derrota, presagiaba lo que sucedería antes de finalizar ese histórico año. La huida del oficial español al Cusco aceleraba el panorama halagüeño para la opción emancipadora.

El Cusco no tendría un segundo de paz el líder realista. Este sería un factor importante para su movilización en sentido norte, casi a la par de Antonio José de Sucre. Después de varios días de confrontaciones armadas, el ejército del virrey La Serna se enfrentaría con el ejército patriota capitaneado por el cumanés inmortal.
La historiografía militar nos señala -con miradas encontradas- que en ese “rincón de los muertos”, seis mil patriotas se mediarían con unos diez mil realistas, expresión de las últimas huestes de la corona española por estos territorios.
Hablamos del 9 de diciembre de 1824, en la Pampa de Ayacucho, colindante con el pueblo de Quinua y lo recordamos ahora, dos siglos después, con vívida emoción.
El virrey de La Serna se sentiría virtualmente triunfador, pues en una hábil maniobra habría de colocar a Sucre en un terreno desnivelado, bastante desventajoso. No obstante, la disputa comenzaría con la inteligente ejecución de acciones de los republicanos, neutralizando, con gran efectividad, los intentos programados por el bando colonialista.
Una vez obstruidas las operaciones enemigas el mismísimo virrey sería capturado y la enseña colombiana ondularía en el cerro Condorcanqui.
La victoria revolucionaria determinaría la firma de la capitulación por el virrey, finiquitando así la liberación no solo del Perú, sino de América toda.

En la magnánima capitulación -de necesaria lectura- se concedía que los españoles que deseasen regresar a su país lo podían hacer, sin retaliaciones y con el beneplácito del gobierno triunfante. Palabra empeñada y cumplida, por demás.

Simón Bolívar publicaría en 1825 su Resumen sucinto de la vida del general Sucre, escrito muy particular, en el cual no escondía su admiración a la referida faena heroica y al más fiel entre los fieles: “La batalla de Ayacucho es la cumbre de la gloria americana, y la obra del general Sucre. La disposición de ella ha sido perfecta, y su ejecución divina”.

Las generaciones venideras esperan la victoria de Ayacucho para bendecirla y contemplarla sentada en el trono de la libertad, dictando a los americanos el ejercicio de sus derechos, y el imperio sagrado de la naturaleza”.

Observar cómo una refriega que pasada las tres horas cambiaría el rumbo de la historia es causa de orgullo nuestroamericano. Rememorar el bicentenario de la batalla de Ayacucho es reiterar el carácter épico de nuestros pueblos, es ratificar nuestra vocación libertaria y soberana que todavía nos caracteriza.

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