El Mundo

Italia no encuentra paz en el Mediterráneo

La próxima semana se celebra en la UE un consejo sobre inmigración que puede resultar clave. Este es un análisis de un mar capital y estratégico que todo el mundo necesita pero que en realidad nadie quiere. Guerras, muertes, intercambios comerciales, propaganda e hipocresías navegan en él.

El pasado 3 de noviembre, el nuevo Ejecutivo Meloni renovó el Memorándum Italia-Libia, una convención del gobierno italiano con la guardia costera del país africano para frenar las migraciones vía mar. El acuerdo se estrenó en 2017 con el PD en Palazzo Chigi y después lo abrazó también, pese a la condena internacional, el Movimiento Cinco Estrellas. Es, quizás, el último episodio de errores, propaganda, controversia, hipocresía y contradicciones en un Mediterráneo que no termina de encontrar la paz.

Si el argumento se somete diariamente a una crítica fácil y superficial, la matriz del asunto es ardua complicada. Lo primero es comprender que la mayor parte de los desembarcos en las costas italianas proceden de Libia, paradójicamente uno de los pocos países del mundo en no firmar la convención de Ginebra en 1951 que impone el respeto de los derechos humanos. La historia viene de lejos: tras Gadafi, el único gobierno legítimo que reconoció Naciones Unidas fue el de Al-Sarraj, aunque en 2015 ni la ONU ni la Unión Europea le pidieron adherirse a Ginebra. Sólo Acnur abrió una oficina en Trípoli en 2017, precisamente cuando el entonces ministro del Interior italiano (Marco Minniti) obtuvo del líder libio ciertas garantías de seguridad y respeto por la integridad del individuo.

Eran -y son- los famosos tiempos de eslóganes «aiutiamoli a casa loro», algo así como ayudémosles allí, en una Libia donde muchos de estos migrantes llegados de otros países, ante las puertas cerradas de Europa, terminan siendo torturados y violados en cárceles de países en vías de desarrollo.

Problemas con Macron

Mientras tanto, hoy Italia arde. En una información recogida por el Corriere della Sera, según el Departamento de seguridad pública italiano, durante el último año han llegado casi 100.000 personas a las costas del belpaese, que cuenta con un sistema de acogida capaz de soportar no más de 70.000. Esta complicadísima situación sirve de marco para ridiculizar el conflicto diplomático entre Meloni y Macron per ver quién se cuelga la medalla del Ocean Viking, la nave humanitaria de la ONG Sos Mediterranée que rescató cientos de migrantes que naufragaban en aguas de Libia y Malta.

Un problema residual en la encrucijada de un mar complejo y estratégico, que sólo sirve para legitimar la reputación política de uno u otro Ejecutivo. Y agrandar la hipocresía: los migrantes que llegan con las ONG, según Eurostat e ISPI (Instituto para los Estudios de Política Internacional), suponen sólo el 10% del total. «Lo único claro es que el Mediterráneo es un mar que se disputan todos. Además, con Francia siempre hubo problemas porque está influenciada por sus antiguas colonias del Magreb», explica Fabrizio Maronta, uno de los mayores expertos de geopolítica en Italia. Además, periodista de la revista mensual Limes.

En uno de sus últimos números dedicó un especial al Mare Nostrum, una cuenca que cose un cruce de tres continentes (África, Europa y Asia). Además, cuenta con una superficie de 2,51 millones de kilómetros, 46.000 kilómetros de costa y más de 450 millones de personas asomadas a él.

Por no hablar de su dependencia del Océano Atlántico (a través del estrecho de Gibraltar) y su vinculación con el mar Negro -a través del Bósforo- y en el sureste -mediante el canal de Suez- con el Mar Rojo, que termina en el Océano Índico. «Lo curioso es que en Italia la crisis migratoria tiene lugar en la tierra y no en el mar. Principalmente atravesando los Alpes hacia Suiza, Austria… Somos un lugar de paso en el área Schengen. Por si fuera poco, no tenemos una política de acogida a la altura de otros países como precisamente Francia u Holanda, donde terminan llegando los desembarcos que recibimos principalmente de Túnez y Libia, que sin embargo son más bien la penúltima escala, lugares de tránsito. El punto de partida es Pakistán, Nigeria o Bangladesh», asevera. También Siria, Sudán, Egipto y ahora Ucrania.

En definitiva, un origen heterogéneo: provenientes de países en guerra (refugiados con derecho a asilo) o de realidades que, sin conflicto bélico mediante, son más calamitosas aún. «En ese caso se les llama migrantes económicos, y está en la voluntad de cada país recibirlos o no. La ley del mar dice que el naufrago tiene que ser salvado; la de la tierra, que sólo el refugiado tiene derecho a asilo (Convención de Dublín, 2015). Todo es complejo, y está instrumentalizado. Declarar la guerra a las ONG garantiza votos, pero no se resuelve nada. Obvio que los migrantes en realidad importan poco. Mucho menos a los traficantes, quienes pueden llegar a cobrar, por persona, de diez a doce mil euros». El viaje, porque de un viaje se trata, en realidad es hacia ninguna parte. A las entrañas más profundas de la miseria humana. Un errar entre cadenas azotados por el destino y sus circunstancias.

Sin solución

El rompecabezas es cada vez más grande y el túnel con menos salida. Ha pasado mucho tiempo desde que el 3 de octubre de 2013, casi 370 personas perdieran la vida en el mar. A partir de ahí, y gracias a la importante inyección económica del gobierno de Enrico Letta, entonces se intentó solventar un problema capital, principalmente desde el punto de vista humano. Ha sido como curar una quemadura con alcohol y tiritas.

Mientras el escritor Roberto Saviano y el binomio Meloni-Salvini se perdieron en insustanciales altercados verbales y se retan con querellas, Antonio Tajani (ministro de Exterior) alertó hace días -en una entrevista a Libero- sobre la amenaza que supondría si los Balcanes se convierten en otra Libia. También habló de un plan trazado para los países en vías de desarrollo, que por otra parte nunca interesó su desarrollo para así poder chuparle sangre. «El objetivo es invertir en el África subsahariana. Hay que crear sociedades mixtas capaces de fabricar infraestructuras para, a cambio, tener materias primas a bajo coste».

Poco a nada ha cambiado. El bucle sigue dando vueltas sobre sí mismo y todos los competidores buscan legitimar su razón en el Mediterráneo. La realidad dictamina que el calo demográfico en Italia es enorme y, por ende, la inmigración necesaria, especialmente en zonas de industria como Bérgamo o Turín, donde se encuentra Fiat. Quienes consiguen llegar a Lampedusa -una isla maravillosa sin verdad- o Catania quieren marcharse rápidamente. Marcharse en busca de paz huyendo de sí mismos, de la guerra, de quienes les tratan como si fueran un trozo de carne o quienes especulan con ellos haciéndoles pasar por terroristas, violadores o delincuentes. No hay tranquilidad en este maldito mar. Nunca la hubo. Ya lo avisó el cardenal Richelieu.

T/Diario Público/LRDS

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