La burlona protesta (sobre el 14 de marzo de 1885)
obierno implacable con sus rivales, amalgamado con una adulación exacerbada a la figura de Antonio Guzmán Blanco, conocido, entre otros apodos, como El Ilustre Americano.

En la Historia Republicana de Venezuela el guzmancismo tuvo un rol estelar. Como período de cambios significativos, predominó la impronta, nunca modesta, de Antonio Guzmán Blanco, de allí su nombre.
Si caracterizamos este momento de nuestro devenir como pueblo, ocurrido entre 1870 y 1888, nos encontramos con un modo de gobierno implacable con sus rivales, amalgamado con una adulación exacerbada a la figura de Antonio Guzmán Blanco, conocido, entre otros apodos, como El Ilustre Americano.
En el guzmancismo los halagos se exteriorizaban enormemente mediante actos, festejos, manifestaciones públicas de adulación para con el también conocido Autócrata Civilizador. Esta “adoraciones colectivas” -que muchas veces eran parapetos montados por el mismo Primer Mandatario para satisfacer su egocéntrica personalidad- llegaban al extremo del paroxismo: todas las instituciones, parques, bulevares, plazas, teatros, además de premios, monumentos, estatuas y distintos proyectos de construcción llevaban su nombre.
Pero si bien pesaba el carácter ególatra y autocrático de Antonio Guzmán Blanco, paralelamente en su gestión adelantaba medidas tenidas como “modernizadoras”, aspecto por demás polémico.
Sus ideas europeizadas -muy en bogas en el último tercio la centuria antepasada- fueron determinantes para el Presidente de la República afrancesado, ganado para la unificación del país, para la puesta en marcha de una institucionalidad que garantizara definitivamente el “progreso” en Venezuela y por añadidura su control político.
Los tres momentos del guzmancismo
Tradicionalmente los especialistas dividen el guzmancismo en tres momentos: Entre 1870 y 1877, El Septenio; entre 1879 y 1884, El Quinquenio; y entre 1886 y 1888, El Bienio o Aclamación Nacional. Pese a que entre una administración y otra Guzmán Blanco no estaba legalmente al frente de la Primera Magistratura, en la práctica si lo estaba. Su ausencia no significaba que no manejara los hilos invisibles del poder; de lo que se trataba era que, tuviera quien tuviera, Antonio Guzmán Blanco siguiera siendo el mandamás.
En tal sentido, los intervalos gubernamentales de Francisco Linares Alcántara y Joaquín Crespo, con sus matices y particularidades, se hallaban bajo la égida del hombre de la Revolución de Abril.
Con astucia Guzmán Blanco se movía en la dinámica política, con una especie de doble rasero. Desde el comienzo concebía El Autócrata Civilizador que el éxito del control del país pasaba por concretar la estabilidad del territorio nacional y la consolidación de su régimen, para lo cual era imperativo neutralizar a los distintos caudillos aspirantes a la cosa pública. El Ilustre Americano conminaba a sumarse a su Gobierno a todos aquellos líderes que depusieran sus armas, siéndole leales a su proyecto hegemónico; mientras que iba aplastando a la misma vez, con un uso discrecional de la fuerza, a aquellos que no escuchaban su oferta.
De tal modo que sería ingenuo pensar que las grandes construcciones de caminos fueran expresión del afán de mejora social guzmancista, sino, más bien, instrumento de dominio. Tanto las carreteras como las vías férreas, -dando paso al tren a vapor utilizado por primera vez en el país- no se debe separar entonces de una “pacificación forzada”, en virtud de que, donde llegaban los rieles llegaba Guzmán Blanco y su ejército.
Cualquier balance del guzmancismo se topará reiterativamente con esa dualidad característica: entre el avance y el retroceso, entre visos de adelantos materiales y groseras ambiciones personalistas. De allí que su ambigüedad típica: mientras secularizaba los conventos -producto de un conflicto con la iglesia católica, por lo cual eliminaba claustros, seminarios y templos-, y decretaba la instrucción pública y obligatoria, permitiendo la reingeniería de la escuela a nivel nacional; mantenía a raya de manera simultánea, violentamente, a sus enemigos jurados.
Las edificaciones del Palacio Federal Legislativo, del Teatro Municipal de Caracas, del Teatro Baralt en Maracaibo, de las líneas de Ferrocarril, hablan de su dedicación al “orden”. La remodelación de la Plaza Bolívar, la inauguración del Panteón Nacional, de la Basílica de Santa Teresa, del Parque el Calvario, entre otros; se inscribe en lo contradictorio de su gestión antes aludida. La creación de la Dirección Nacional de Estadística, del Instituto de Bellas Artes, la introducción del teléfono y la luz eléctrica en Venezuela, la administración del Sistema de Telégrafos; y las construcciones de un sinnúmero de acueductos, hospitales, cañerías, etc., redunda en esta premisa. A todas luces, en casi dos décadas, Guzmán Blanco se hacía amo y señor de Venezuela en el momento en el cual el imperialismo -también motor de las mudanzas domésticas señaladas- se dejaba sentir por estas tierras.
No obstante, desde la octava década del siglo XIX comenzaban vientos de cambios. Una nueva oposición de intelectuales y de jóvenes estudiantes marcaban inteligentemente la diferencia. Irrumpía una oposición que chocaba contra la mirada petrificada de un Guzmán Blanco disminuido y exilado por razones de salud. Su engreimiento proverbial ya no era aplaudido, sino objeto de agrias críticas. Su aplastante figura era combatida inusitadamente no con plomo, sino con una innovadora y poderosísima arma: el humor.
¿Cómo atacar a quien se autoagasajó con sendas estatuas: una ecuestre, colocada entre la antigua sede de la Universidad Central de Venezuela y la entrada del Congreso; y la otra, pedestre, que lo representaba a pie, con pose de algún tribuno griego de la antigüedad, ubicada en lo alto del paseo de El Calvario? ¿Cómo combatir a aquel que se autohomenajeó con un estado Guzmán Blanco, un Teatro Guzmán Blanco? La sátira era el nuevo pertrecho contra megalómano criollo.
En una nación palúdica en la que la adulación imperaban en una humilde sombrerería caraqueña -de la parroquia de San Juan, cerca de la plaza de Capuchinos- laboraba Francisco Delpino y Lamas. Como personaje pintoresco y presumiblemente alocado Delpino y Lamas se creía un poeta universal. Tal era su convicción como un verdadero trovador que paulatinamente se iba desprendiendo de su apacible trabajo para asumir una conducta de vate puro, de poeta en trance lírico permanente. Francisco Delpino y Lama era también apodado como El Chirulí del Guaire además de El Cantor del Caroata.
En su morada de El Guarataro Delpino y Lamas llevaba una vida bastante sosegada. Entre sus quehaceres diarios y el cuidado de sus animales para su sustento cotidiano subía a los aleros de las casas vecinas y lanzaba improperios a la estatua pedestre de Guzmán Blanco, que se observaba en el cerro de El Calvario.
Pedro Emilio Coll describía a Delpino y Lamas de la siguiente manera: “Era don Pancho fornido y corpulento, de grave y a la vez infantil expresión; de gruesos mostachos con las guías prolongadas en los carrillos, a imitación del bravo Leoncio Quintana, a cuyas órdenes había militado, y con valor, en la guerra federal. La frente espaciosa y arrugada, en la que sus burladores no hallaban el genio lírico de que se suponía animado. Célibe, amaba a una graciosa mulatica de los alrededores, lavandera a quien nombraba la Ninfa Flor, y de quien besaba la ropa limpia que le traía, cálida todavía de su mano y de la plancha…”
En arrebatos inspiradores Delpino y Lamas recitaba y escribía descabellados versos, que más que contagio de emotividad arrancaban disimuladas risas a sus oyentes y lectores. En este sentido se destacaba el poema Impronta, de su libro Metamorfosis, que reza así: “Pájaro que vas volando/ parado en tu rama verde;/pasó cazador, matóte;/ ¡más te valiera estar duerme!” Sin embargo, sus estrofas descalabradas se publicaban en La Opinión Nacional y eran objeto de ironías y entretenimientos.
Los universitarios lo convidaban a recitales, lo ensalzaban con delirio, pero el inocente de Francisco Delpino y Lamas mezclaba aquellas bromas con su necesidad de reconocimiento por su supuesto talento literario.
Así, algunos jóvenes críticos y creativos asociaron la demencia del humilde poetastro con las lisonjas exageradas brindadas al Ilustre Americano, quien mandaba desde París; y orquestaron lo que se llamaría como La Delpinada, gran ceremonia en la cual el pobre sombrerero era coronado como “el gran poeta de todos los tiempos”.
Una vez pensada la charada, los delpinistas nombraban el 6 de febrero de 1885 una Junta Directiva a quien se le delegaría la organización de la celebración, resolviendo de la misma manera conferir una medalla de oro a Delpino y Lamas “en nombre de la juventud caraqueña”.
Entre los organizadores del acto estaban Manuel Vicente Romerogarcia, Lucio Villegas Pacheco y Francisco L. Caballero.
En su imaginario El Chirulí del Guaire se negaba a tal reconocimiento en una nota muy sentida noticiada en el Diario de Avisos, tres semanas más tarde. No obstante, los delpinistas eran firmes en sus propósitos desde su base de operaciones, el “Pasaje del Centenario”, y desde su órgano divulgativo, EI Delpinismo, diario fundado alrededor de los referidos actos.
Clave en esta trama descrita era el 14 de marzo de 1885.
Esa fecha Francisco Delpino y Lamas era cortejado por una comisión en un vehículo descubierto, siendo escoltado al Teatro Caracas. Ese día el aforo del edificio estaba rebosante y preparado para la velada, cuyo programa comprendía piezas musicales a toda orquesta, la escenificación de una comedia, además de las acostumbradas ofrendas y los sonoros discursos.
Esa noche de Santa Florentina se multiplicaban las ovaciones y los panegíricos. En la medida que las palabras se volvían más estrafalarias a favor del manipulado sombrero-poeta, se ponía más de relieve la mofa a la pedantería de Antonio Guzmán Blanco.
El culmen del homenaje, guasa del guzmancismo, era la imposición de una corona de laureles, tan grande y exagerada que caería sobre los hombros del Francisco Delpino y Lamas, como una especie de collar descomunal.
Al culminar la celebración, la muchedumbre emocionada y burlista cargaba a Delpino y Lamas en hombros y lo retornaba a su casa de El Guarataro para cerrar con broche de oro el cómico festejo.
La prensa no dejaba de prestar atención a este acto bufo y disimuladamente político. Es bueno decir que en ningún momento fue mencionado el nombre del Presidente de la República. Muchas descripciones y comentarios se hacían de esta actividad que marcaba el fin del guzmancismo.
Este tremendismo humorístico alcanzaba su propósito. Se ahuyentaba el temor a la autocracia guzmancista, aunque el costo era grande para sus impulsores quienes eran enjaulados. Igualmente, el periódico donde se había publicado el desarrollo de la programación de La delpinada era cerrado.
La delpinada explica porqué el Autócrata Civilizador le tenía más miedo a esta ironía juvenil que a los tradicionales golpes cuarteleros.
Develar la advertencia del poeta y humorista Aquiles Nazoa cuando nos dijera que el humorismo es “una manera de hacer pensar a la gente, sin que la gente se dé cuenta que está pensando”, y reiterar cómo la sátira es la más potente arma política, nos puede conducir a otra clave de nuestro pasado.
T/Alexander Torres Iriarte