
La navidad próxima pasada la transnacional Universal Pictures lanzó su versión del sempiterno Nosferatu. Ese espectro que -cual traducción moderna del clásico Drácula de Bram Stoker- quitó el sueño a un nutrido público volvió por sus fueros. Pero, más allá de la crítica cinematográfica con que se puedan confundir estas líneas quisiéramos hacer una nota comparativa del afamado personaje con el insólito caso venezolano.
Tengamos en cuenta que la sangre es muy cotizada. No sólo como fuente de existencia sino como sinónimo de muerte: es el líquido derramado por los que sufren, por los explotados, muy bien simbolizado judeocristianamente en la misa como trasmutación del sacrificio. La máquina de guerra debe siempre mostrar sangre para intimidar a sus potenciales víctimas, para luego, con sus poderosas plataformas mediáticas negarlo todo, y más tarde señalar que no es un genocidio lo que está pasando en Gaza, que no hay un holocausto en Palestina. Para ello, con gran capacidad seductora, debe colocar en las psiques de los consumidores de redes sociales que lo sufrido -nada más y nada menos que en lugar donde nació Cristo- es un set de Hollywood, es el tráiler de la película La caída de la Casa Blanca.
También no debemos obviar que los vampiros y la sangre son indivisibles. Los vampiros engullen la sangre que circula, que da vida. Sin olvidar que son seres cobardes finalmente: se ocultan de la verdad soleada, la verdad de la dignidad que los pulveriza.
Quizás eso explica la metáfora del espejo: no se reflejan en superficies pulimentadas porque son desnudados, al atraparse sus imágenes se debilitan. Lo que quiere decir que la fortaleza del mal está en la aceptación de su inexistencia; por ende, obra en la oscuridad y confunde a los martirizados al amanecer.
La derecha global tiene su Nosferatu 2.0. De allí, en parte, la pretensión de revivir una añeja película, pero no la tradicional historia gótica, sino otra adaptación menos interesante aunque de gran presupuesto: el hipotético “regreso” del dirigente Edmundo González Urrutia a luchar “contra la dictadura venezolana”. La cosa diera risa sino fuera por la abundante sangre vertida debido a la irresponsabilidad de cierta oposición, que más que oposición es reacción, es acto reflejo.
Por eso, esa presentación tropicalizada del Conde de Orlok, “escapándose” de la embajada de los Países Bajos a la del Reino de España, en Caracas, en lugar de repatriarse en los bosques de Transilvania, lamentablemente cautiva a cierto público desprevenido.
Del manera que el caricaturesco Nosferatu debe seducir a sus cautivos con un hálito pestífero para posteriormente ir a sus yugulares. Debe proferir que en el país sudamericano “se desconoció la voluntad popular”, insistir en la reláfica del fraude y del terrorismo de Estado, amenazar con una “doble institucionalidad” y con el trillado “cambio de régimen”.
Lo que ignora el Nosferatu criollo y su combo es que Venezuela tiene memoria: de ese diabólico 10 de enero de 2019, cuando otra sombra de bajo rango se autojuramentó “Presidente de Venezuela”. Hoy, el susodicho es polvo cósmico.
¡Nuevamente las fuerzas satánicas no pasaran! ¡Pueblo consciente y Gobierno Boliviano son soberanía nacional!
¡Con más transferencia de poder a los humildes no hay vampiro que nos asuste ni espanto que nos corra!
T: Alexander Torres Iriarte/Historiador