Qué hay de nuevo sobre la COVID persistente y otras secuelas del coronavirus
«La muerte no es lo único que importa. También debemos tener en cuenta las vidas cambiadas». Esto era lo que decía en un artículo en la revista The Atlantic Nisreen Alwan, una investigadora en salud pública de la universidad de Southampton.
Alwan se refería a la covid persistente que ella misma estaba sufriendo, la prolongación de síntomas en el tiempo tras superar aparentemente la infección. Pero también podría aplicarse a las secuelas físicas que podrían quedar tras la enfermedad, especialmente en los casos más graves. Secuelas como fibrosis del pulmón, daños neurológicos o del corazón.
Desde el inicio de la pandemia se han publicado numerosos estudios sobre las posibles consecuencias del virus, dando la impresión en ocasiones de estar ante un «monstruo de mil cabezas«. ¿Era así realmente o estábamos ante un virus nuevo, potencialmente muy grave, pero algo distorsionado por los millones de casos simultáneos y una atención inusitada?
«Es difícil encontrar un equilibrio», decía el virólogo Efraín Rivera-Serrano. «No es un virus zombi apocalíptico que sea tan diferente de todo lo demás y que de repente pueda hacerle todas estas cosas al cuerpo. Pero tampoco quieres trivializar lo que está sucediendo».
Un año después, resulta algo más sencillo bucear entre el ruido. Aunque aún quedan muchas cosas por estudiar y resolver, esto es lo que vamos sabiendo sobre lo que puede suceder tras superar la covid.
Secuelas: el tiempo está jugando a favor
Las secuelas se entienden como un daño en un órgano consecuencia de la infección y que puede objetivarse mediante una prueba diagnóstica.
«La terminología es algo confusa —reconoce Salud Santos, jefa del Servicio de Neumología y responsable de la unidad postcovid en el Hospital de Bellvitge, en Barcelona—. Cuando hablamos de secuelas solemos entenderlas como algo permanente, pero en este caso no tienen por qué serlo. Muchos de los daños que quedan en las primeras semanas parecen mejorar con el tiempo».
Aunque la covid grave puede afectar a muchos órganos, «las secuelas más importantes son las pulmonares», afirma Santos. «Los pacientes que no necesitan ingresar en un hospital es muy poco probable que tengan algún problema, pero los más graves sí pueden desarrollar alteraciones, por ejemplo fibrosis de pulmón«. Estas cicatrices son una de las complicaciones que se tratan en la unidad postcovid, tanto con fármacos como con rehabilitación.
Ahora bien, ¿cuáles son las consecuencias a largo plazo? ¿Cuántos terminan recuperando el funcionamiento de sus pulmones de forma completa? Algunos de los primeros datos fueron alarmantes: uno de los estudios iniciales encontró que el 98% de los pacientes hospitalizados seguía teniendo alguna alteración en la imagen pulmonar un mes después del diagnóstico.
Sin embargo, los números mejoran mucho con el tiempo, aunque puedan cambiar según la gravedad de los pacientes. Por ejemplo, un trabajo encontró que un mes después del alta el 65% tiene imágenes pulmonares normales. Otro, tres meses después del alta, lo redujo al 30%. ¿La buena noticia? El 75% tenían ya una función respiratoria normal.
«El funcionamiento del pulmón mejora antes que las pruebas de imagen», confirma José Ramón Blanco, médico adjunto del Departamento de Enfermedades Infecciosas del Hospital San Pedro en Logroño y director del Centro de Investigación Biomédica de La Rioja (CIBIR). «Lo que estamos viendo es que la mayoría de los pacientes mejora y se recupera con el tiempo. Dos meses después del inicio de la pandemia, la conversación sería muy diferente. Parece que, en este sentido, el tiempo está jugando a nuestro favor».
Mucho ruido más allá del pulmón
En octubre de 2020, las alarmantes conclusiones de una prepublicación saltaron a muchos titulares, afirmando que un 70% de los jóvenes contagiados tenían algún órgano dañado cuatro meses después del diagnóstico. El extraño trabajo incluyó 200 personas y un sinfín de irregularidades: un tercio no habían tenido un diagnóstico por PCR o anticuerpos, prácticamente casi el 100% seguían teniendo síntomas a los cuatro meses, no había personas sanas para comparar ni pruebas previas que cotejar. Cinco meses después sigue sin publicarse en ninguna revista científica.
El SARS-CoV-2 es capaz de infectar células distintas a las del pulmón. Esto, junto con la inflamación que provoca en ocasiones, puede en ciertos casos dar lugar a daños en lugares como el sistema nervioso o el corazón, entre otros. Sin embargo, parecen estar lejos de lo que se dijo en un principio.
En verano del año pasado se comentaba que más de la mitad de los contagiados desarrollaba síntomas neurológicos. En cambio, la letra pequeña decía que en su gran mayoría eran dolores de cabeza y pérdida de olfato, «que, aunque puedan tardar un tiempo en recuperarse, lo hacen en la inmensa mayoría de los casos», asegura José Ramón Blanco.
Se dijo también que los infectados podrían tener más probabilidades de sufrir deterioro cognitivo, enfermedad de Parkinson o de Alzheimer con el tiempo.
Las declaraciones se basaban en la idea de que algunos virus pueden aumentar ese riesgo, pero «no hay evidencia para sostener esa idea, es hablar sobre hipótesis», matiza Blanco. Según ese planteamiento, algunos tipos de gripe se han relacionado con el párkinson, y virus de tipo herpes casi omnipresentes en la población con el alzhéimer. Si fuera cierta, el mundo ya era antes un lugar peligroso.
Los ictus o infartos cerebrales fueron también un motivo de alarma porque parecían poder afectar a gente joven y sin factores de riesgo aparente. Una revisión de estudios encontró que la covid sí aumentaba el riesgo por el desarrollo de coágulos, pero en gente ya hospitalizada. Otro estudio realizado en el hospital Vall d´Hebron en Barcelona no vio, sin embargo, que el riesgo fuera significativo. Y los casos que podían atribuirse a la covid se daban en pacientes particularmente graves.
Por otro lado, aunque el virus puede provocar daños cardiacos en los pacientes con peor pronóstico —e incluso aumentar el riesgo cardiovascular semanas después de ser dados de alta, como se ha comunicado—, el miedo creció cuando se publicó que hasta el 60% de los contagiados, independientemente de su edad y gravedad, presentaban alteraciones en el corazón típicas de miocarditis (una inflamación) cuando se les hacían pruebas de imagen. El trabajo fue criticado y tuvieron que corregir datos, pero los autores mantuvieron sus conclusiones.
Sin embargo, que un virus provoque una inflamación no significa ni mucho menos que esta tenga consecuencias. «No hemos visto problemas relevantes por esto en los hospitales», reconoce Blanco. Muchos virus provocan miocarditis que pasan desapercibidas y desaparecen, incluidos los de la gripe u otros intestinales, como los de tipo Coxsackie B. La cuestión es que solo se hacen pruebas de imagen cuando dan síntomas, que es lo que se recomienda. En realidad, nadie sabe hasta qué punto puede ser común en la población.
Lo real no es solo aquello en lo que reparamos, muchas cosas suceden en la sombra. La atención que ha despertado el nuevo coronavirus ha llevado muchas a la luz, distorsionando en ocasiones los contornos. «Eso no significa quitarle importancia, pero hay que ponerlo en contexto«, asegura Blanco.
La covid persistente: un problema por definir
Si las secuelas implican que hay algún órgano dañado y que se puede observar, la covid persistente tiene que ver con algo distinto: se refiere a la presencia de síntomas sin daño aparente y que algunos pacientes refieren sufrir tiempo después de haber superado la infección aguda.
Como con las secuelas, los primeros datos fueron muy alarmantes: un estudio hecho en Italia a principios de la pandemia mostró que la mitad de los pacientes seguían presentando problemas como fatiga a los dos meses. Sin embargo, se trataba de personas hospitalizadas, donde la gravedad de la enfermedad y el ingreso prolongado hacen más lenta la recuperación.
Poco tiempo después aparecieron otros, algunos de ellos muy comentados. Una encuesta internacional organizada por pacientes publicó que hasta el 90% de los contagiados, independientemente de su gravedad, presentaban síntomas 40 días después de la infección.
El problema es que los datos no podían interpretarse así. En realidad, la encuesta estaba dirigida a aquellas personas que tenían dificultades para recuperarse (lo que hinchaba los porcentajes), solo una de cada cuatro había tenido un test positivo y algunos de los síntomas eran muy vagos. Es difícil considerar como síntoma específico una mayor ansiedad cuando se estaba en confinamiento por una pandemia.
Probablemente, el mejor y más representativo estudio hasta la fecha se ha publicado recientemente en la revista Nature Medicine. A través de registros de miles de pacientes en una app desde el momento del diagnóstico, se estimó que un 13% sigue experimentando síntomas después de un mes. El porcentaje baja al 4,5% a los dos meses y al 2% a los tres.
«Debido al diseño del trabajo, las proporciones reales podrían ser algo mayores, pero en conjunto no creemos que cambien mucho», comenta a SINC Clare Steves, investigadora del King´s College de Londres y una de las responsables del estudio. La edad, la gravedad o la presencia de más síntomas al inicio aumentan las posibilidades de sufrirlo, aunque jóvenes y y con cursos más leves no están exentos de riesgo, con más probabilidades en caso de ser mujer.
De entre las decenas de síntomas descritos, uno destaca en todos los estudios: la sensación de fatiga, en ocasiones extrema. «El problema es que no tenemos definiciones claras de lo que está sucediendo», reconoce Blanco. «Pero cuando vemos muchos de estos casos te das cuenta de que es algo evidente y real. Jóvenes que corrían maratones ahora deben pensarse si podrán caminar 300 metros para bajar la basura».
Aunque los porcentajes sean menores de los que se habló en un principio, la acumulación de millones de contagios implica que muchas personas se están encontrando con problemas para recuperarse. Además, el perfil de los síntomas ha despertado la preocupación de que algunos de estos casos evolucionen a un síndrome de fatiga crónica.
«Creo que hay que mandar un mensaje de tranquilidad», opina Jordi Casademont, director del Servicio de Medicina Interna y responsable de la Unidad Funcional de Fibromialgia y Síndrome de Fatiga Crónica en el Hospital Sant Pau de Barcelona. Aparte de que habría que hacer un diagnóstico específico que las encuestas no permiten, «técnicamente se necesitan seis meses de evolución para poder empezar a considerarlo. La inmensa mayoría de las personas se recuperan antes, y eso es lo que tienen que pensar», explica.
El síndrome postviral
«El síndrome postviral es conocido, se produce en ocasiones cuando tiene lugar una respuesta inmunitaria potente», asegura Casademont. Aunque con distintas frecuencias, «prácticamente cualquier proceso infeccioso puede dar un síndrome postviral», añade Blanco. «El problema es que no sabemos a quiénes les va a suceder».
Tampoco se conocen bien los mecanismos. En el caso de la covid se han propuesto varios. «Lo más probable es que se deba a un estado de inflamación prolongada«, explica Blanco, aunque «podría haber casos de reacciones autoinmunes», entre otras hipótesis. «Probablemente estemos llamando con el mismo nombre a procesos diferentes», considera.
Uno de los virus que con más frecuencia produce este síndrome es el virus de Epstein Barr o de la mononucleosis (la enfermedad del beso). Y, aunque no demostrada, una teoría es que una parte de los casos de fatiga crónica podría producirse tras ciertas infecciones particularmente sintomáticas, entre ellas la mononucleosis.
«La fatiga crónica se considera un síndrome de sensibilización central y suele darse ante una situación de estrés, que puede ser de muchos tipos. También biológico, como el resultante de una infección —explica Casademont—. Pero en general se trata de algo muy multifactorial«.
Eso sí, aunque no exista ningún marcador objetivo que la acredite, «los pacientes no se lo inventan. Las pruebas muestran que en sus cerebros las áreas relacionadas están más activas», asegura.
Ayudar, tratar e investigar
Si el síndrome postviral es importante, «el abordaje debe ser físico, psicológico e incluso social», asegura Blanco. «Hay que evitar el estigma y las connotaciones que se le asocian. Y recordar que la gran mayoría de los casos se recuperarán». Casademont considera que el porcentaje que llegará a desarrollar un síndrome de fatiga crónica será muy reducido, por lo que «tienen que pensar que no va a suceder, deben evitar caer en un círculo vicioso».
En caso de que cronificara, Casademont considera que «en general pueden ser ayudados en atención primaria. Más que unidades especializadas, lo que estos pacientes necesitan es que se les dedique tiempo. Pero, ¿qué médico de atención primaria tiene ese tiempo?». Blanco reclama: «Necesitamos una estructura de atención a estos pacientes y también para la investigación».
La acumulación de casos en directo, la atención y el dinero pueden facilitar los estudios. Estados Unidos acaba de anunciar un proyecto financiado con más de mil millones de dólares para estudiar durante cuatro años las consecuencias de la covid. Entre sus propósitos está estudiar la evolución de más de 40.000 contagiados.
Casademont, sin embargo, no espera grandes revelaciones respecto a la fatiga crónica. «No es cierto que no se haya estudiado su relación con los virus. Se ha hecho, y mucho. Pero influyen tantos factores que nunca han aparecido resultados claros». En cuanto al síndrome postviral, Blanco es más optimista: «Algunos resultados incluso podrían ser extrapolables y darnos respuestas a problemas que no las tenían hasta ahora».
Un año después, vamos viendo con algo más de claridad qué sucede tras superar la covid, pero queda aún bastante por desentrañar. Muchos estudios en marcha ayudarán a clarificarlo. «Es imposible comprender completamente las consecuencias a largo plazo de una enfermedad que no existía hace un año», decía en un artículo el especialista en enfermedades infecciosas Steven Deeks. «Llevará tiempo, pero estamos haciendo todo lo posible».