He leído y oído numerosos análisis indignados y hasta iracundos sobre la decisión de Lula, el Síndrome de Kazán o como quiera que se vaya a llamar de hora en adelante el acto de deslealtad geopolítica más extremo del año o, quién sabe si de lo que va de siglo.
De entrada, estoy de acuerdo con todos esos análisis, opiniones, descargas y catarsis. Todo lo que le han dicho hasta ahora, Lula se lo merece. Muchos, incluso, se quedaron cortos en sus epítetos. En mi turno de opinar, aparte de suscribir esos insultos, sólo tengo algunas ideas sueltas sobre lo ocurrido. Es el tipo de tema en el que uno tiene que esperar que se le pase la “tibiera” (dicho en su acepción oriental venezolana) para decir algo válido.
Un ángulo digno de ser analizado es aquello que la conducta del presidente brasileño tiene de patrón, de programación, de idiosincrasia de la izquierda y del amplio espectro del progresismo latinoamericano.
Primera idea suelta: pecados de gente vieja
De entrada, luce como una norma: la inconsecuencia histórica termina siendo un pecado, no de juventud, sino todo lo contrario.
Hemos tenido, en cada uno de nuestros países, dirigentes de izquierda que en sus mocedades fueron muy verracos (esta vez, con el significado colombiano de la palabra) y luego, en sus respectivas horas de la verdad, terminaron siendo moderados y modosos cobardones, o los mejores amigos del poder establecido.
En el ámbito interno venezolano, puede escribirse una antología de varios tomos que incluya los que al pintar sus primeras canas pasaron a ser confidentes de los cuerpos represivos; parlamentarios habladores de gamelote marxista, pero que, al final, votaban a favor de la derecha; empresarios ricachones con barniz progresista o ministros neoliberales aplaudidos por la canalla.
En el vecindario latinoamericano tenemos también una lista de personajes de esa laya: guerrilleros legendarios, líderes obreros e intelectuales orgánicos que en el momento de tomar decisiones realmente trascendentales han actuado como carcamales tradicionales de la derecha y sus alrededores, como peones obedientes del imperialismo yanqui al que tanto denostaron.
Estos especímenes han sido fundamentales para socavar los procesos de cambio dentro de cada país y, lo peor, en el contexto geopolítico han saboteado las iniciativas contrahegemónicas de unión regional y global.
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac), la Unión de Naciones de Suramérica (Unasur), la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y proyectos como Petrosur, Petrocaribe, el Banco del Sur y tantos más han sido torpedeados, como era de esperarse, por la derecha y el poder imperial. Pero también por unos gobernantes de “izquierda” que —según parece— quieren que todo cambie para que nada cambie.
Lo de Lula vetando el ingreso de Venezuela a los BRICS es quizá el momento más oscuro de esta lamentable tendencia, pero no el primero y, casi seguramente, tampoco el último.
Segunda idea suelta: la ingratitud histórica
Cuando se comienza a analizar lo ocurrido, sale a relucir otro rasgo idiosincrático de la izquierda latinoamericana y sus territorios cercanos: muchos de sus líderes se niegan a reconocer sus deudas políticas (que a veces son netamente morales, pero en otros casos son deudas propiamente dichas) con figuras del mismo espectro progresista.
Me explico: tal vez sea exagerado y fanático decir que sin Chávez no habría habido Lula (en su primer arribo al poder); y que sin Maduro resistiendo como un muñeco porfiao a toda clase de ataques, no habría habido un Lula libre y de vuelta en el palacio de Planalto, ya en esta década.
Puede ser exagerado, pero tiene mucho de verdad. Los mayores podemos recordarlo; los menores pueden investigarlo.
Sin Chávez 1998 (el derivado electoral de Chávez 1992) probablemente no habría habido Lula (2003) ni Néstor Kirchner (2003) ni Evo Morales (2006) ni Rafael Correa (2007) ni Fernando Lugo (2008). ¿Por qué? Veamos.
En los años finales del siglo XX, el continente estaba, como el resto del mundo, sojuzgado por la unipolaridad estadounidense, el dogma neoliberal y el cuento de que habíamos llegado al fin de la historia y el último hombre. Las izquierdas eran cachivaches olvidados en algún sótano. Incluso los partidos socialdemócratas, socialcristianos y de centro eran descalificados como anacronismos populistas fracasados. Casi todos estaban empeñados en convertirse al neoliberalismo para ser aceptados por un statu quo que se presentaba como nuevo, aunque era el mismo de siempre. Cuba era más que nunca una isla ideológica, a la vez que geográfica. China aún era vista con cierto desdén, como una “economía emergente”, y Rusia era gobernada por un payaso beodo que se encargaba de repartir los pedazos de la antigua superpotencia entre las corporaciones occidentales y la nueva oligarquía local.
Estados Unidos tenía su plan muy bien definido y con mucho respaldo en cada país de su “patio trasero”: el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que les garantizaba todos los recursos naturales del continente a precios de gallina flaca y un gran mercado para sus productos caros.
Lula había destacado durante años como líder de extracción obrera en el gigante Brasil, pero sus posibilidades de llegar a la presidencia en un escenario global tan adverso, eran mínimas. El todopoderoso imperio del norte no estaba dispuesto a permitirlo. Algunos analistas consideran que el golpe de Estado de abril de 2002 contra Chávez fue adelantado en el siempre activo calendario de conspiraciones de Washington porque era menester neutralizar la amenaza de un “contagio” del chavismo en Brasil. Si Chávez no hubiese retornado triunfalmente al poder, quizá lo de Lula sería un anteproyecto archivado.
Fueron, entre otros factores, los pequeños boquetes que Venezuela —con el carismático liderazgo de Chávez— abrió en el muro de la obediente unanimidad latinoamericana los que permitieron que, sucesivamente, ascendieran al poder líderes progresistas de Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Ecuador y Bolivia.
Esta condición primigenia de Chávez siempre fue motivo de celos para buena parte de la izquierda latinoamericana que emergió a principios del nuevo siglo. Algunos líderes han admitido y agradecido ese origen histórico, entre ellos Kirchner y Cristina Fernández, Lugo, Correa, Morales y Manuel Zelaya. Pero otros, como Lula y Pepe Mujica nunca han querido, de corazón, admitir la deuda que tienen con el soldado de Sabaneta, tal vez por un motivo muy humano: siempre tratamos de negar aquello que nos haga sombra, en especial cuando ya nos estamos poniendo viejos. El pecado capital de la vanidad, reforzado por el componente senil.
Insisto en que tal vez sea exagerado decir que Chávez abrió camino y dio estabilidad a varios de los otros gobiernos progresistas. Lo que sí es un hecho concreto es que, luego de su muerte, en 2013, la derecha proimperialista logró retornar en Argentina, Brasil, Ecuador y Bolivia, lo que dejó a la Revolución Bolivariana resistiendo toda clase de embestidas —durante algunos años completamente sola— en el contexto de América del Sur.
¿Qué tanto contribuyó esa resistencia terca al objetivo de que volvieran al poder presidentes de izquierda o socialmente progresistas en todas esas naciones, menos Ecuador, y que, además, se sumara Colombia a la lista? Yo creo que mucho, pero —de nuevo— quizá sea una cuestión de fanatismo.
Sin embargo, tengo también la impresión de que muchos estudiosos del tema político —incluso los de la derecha recalcitrante— saben que si hubiese caído Venezuela, ninguno de los que pudieron regresar habrían podido hacerlo. Esa fue una de las tantas razones por las cuales el afroblanqueado Barack Obama nos declaró “amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional de EEUU” y por la que el patán Donald Trump nos bloqueó, cargó de medidas coercitivas unilaterales y nombró presidente encargado a un pelele insustancial y corrupto.
En el caso de Lula, que nos ocupa hoy, si el presidente Nicolás Maduro hubiese sido depuesto en cualquiera de los tantos intentos realizados, el efecto expansivo de esta victoria imperial habría sido tan potente en el país vecino que tal vez seguiría preso o hubiese sido derrotado por el zafio Jair Bolsonaro.
[Lo mismo puede decirse de Gustavo Petro, pero ese es, definitivamente, un tema que merece una consideración aparte].
Tercera idea suelta: ¿Y si…?
Para cerrar esta reflexión en caliente (demasiado), qué tal si nos paseamos por algunas situaciones hipotéticas que se derivan de la conducta de Lula con relación a la incorporación de Venezuela al grupo BRICS.
Para empezar, ¿y si Maduro se hubiese puesto legalista y repetidor del discurso de la derecha durante el írrito proceso judicial contra Lula y, previamente, ante la maniobra que sacó de la presidencia a Dilma Rousseff?
No lo hizo. Al contrario, fue extremadamente solidario y leal, aun cuando se encontraba capeando temporales en términos políticos y personales.
¿Y si Venezuela hubiese dado crédito a la denuncia de fraude de Bolsonaro en las elecciones que perdió con Lula? ¿O si hubiese dicho que los bolsonaristas furiosos que tomaron por asalto varios edificios de los poderes públicos eran demócratas protestando legítimamente porque querían ver las actas?
¿Y si el gobierno venezolano estuviese cuestionando el juicio por ataques infundados contra el sistema electoral que llevaron a cabo los tribunales brasileños contra Bolsonaro y que acabaron (hasta ahora) en la inhabilitación del ultraderechista por ocho años para optar a cargos públicos?
Por otro lado, siempre dentro del campo de lo que pudo ocurrir y no ocurrió, si Lula quiere proteger a los BRICS, no dejando ingresar a un país cuyas elecciones han sido cuestionadas por el perdedor y por el poder imperial, ¿por qué no lo intentó con Rusia?
¿O no es cierto que las mismas poderosas fuerzas globales que denuncian fraude en Venezuela, han denunciado a Putin como presidente fraudulento desde que ganó en 2012 hasta su más reciente reelección, en marzo de este mismo año?
Y es que otra de las características de la vejentud de izquierda en Latinoamérica es que se muestran como gente de principios en algunos contextos y como fríos pragmáticos, en otros. Valientes con unos y pusilánimes con otros, son expertos aplicando aquello de “A doninha-fedorenta sabe a quem cheira”, una traducción barata de nuestro “mapurite sabe a quién perfuma”.
T: Clodovaldo Hernández / Laiguana.tv